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  • Buenas noches, amigos

    Buenas noches, amigos

    Personalmente, tengo la suerte de no tener que hacer ninguna de las cosas anteriores. Cuando me preguntan a qué me dedico, respondo que soy guionista (y es verdad, estoy dada de alta en la seguridad social y todo), pero la realidad es que lo que me paga las facturas y el alquiler es tener un podcast. Lo de guionista lo digo porque en esta vida hay que ser misteriosa y llevar un perfil bajo, y además tener un podcast ya no mola nada, la gente no sabe pronunciarlo bien y es el equivalente a decir en 2014 que eras hipster. Aparte de ser misteriosa y llevar un perfil bajo  también le tengo un miedo atroz a la escasez y al inminente colapso económico, así que de momento sigo dedicándome a esto para que cuando lleguen me pillen con el máximo de años cotizados y el LinkedIn en regla.

    Volviendo a lo que decía al principio, suelo salir de la oficina sobre las 18h, lo que significa que durante la mayor parte del calendario laboral a esa hora ya es casi de noche y el cuerpo solo te pide llegar a casa, aunque todavía no hayas ido al gimnasio, hecho la compra ni echado con tu colega ese café que habíais tardado dos semanas en agendar. Pero está oscuro y hace rasca, así que tiras para tu casa con el portátil dentro de la bolsa del gimnasio, pensando en que todavía puedes estirar un poco más el papel higiénico (en un apuro puedes utilizar el de cocina) y en mandarle un WhatsApp a tu amigo diciéndole que al final hoy no vas a poder quedar. Es posible (es probable) que incluso te lo agradezca, porque son las 18:22 de un miércoles de noviembre para todo el mundo, no sólo para ti.

    Porque si fueran las 18:22 de un miércoles de mayo otro gallo cantaría. Si fuese mayo podrías hasta llegar a pensar que las 16 horas del día que no le estás dando a una empresa están disponibles para tu uso y disfrute, y que no estás obligada a concentrar tu vida privada en sábados y domingos por la mañana, porque el resto de la semana también está permitido coexistir con tu entorno y tus similares.

    Y, por favor, que no se me malinterprete: soy perfectamente consciente de que la (in)conciliación no entiende de estaciones, que el verano no acaba con el yugo del trabajo asalariado y que haya luz solar a las 21h no hace que se apruebe la reducción de jornada laboral sin merma salarial. Estoy hablando de una cuestión circadiana, inclusive de cortisol; de que, en un mundo en el que trabajar más de 40 horas semanales es el mal de muchos, que te dé el sol en la cara al salir del curro es consuelo de tontos.

    Es sorprendente lo fácil que es pensar en el fin del mundo cuando está oscuro y hace frío, como también es sorprendente que todavía no hayamos salido a las barricadas ante la decisión de que el último domingo de octubre nuestras vidas deben empeorar por decreto. Un año más, el paso al horario de invierno nos coge por sorpresa, y a pesar de tener seis meses para organizarnos nos ha vuelto a pillar el toro. De nuevo hemos caído en la trampa de creer que el hedonismo, tender al aire y cenar de día eran eternos. Estamos condenados –entre otras muchas cosas– al proceso administrativo que es el cambio de hora y a la idea enloquecedora de que durante la mitad del año debemos vivir de noche. 

    Siendo una persona profundamente sensata, capaz de comprender al 98% por qué no se pueden imprimir más billetes para salir de la crisis económica, se me escapa en qué momento decidimos vivir miserablemente en contra de nuestros biorritmos. Los horarios son una de esas cosas que no existen en la naturaleza, que nos hemos inventado –como el capitalismo– y que, a la larga, han acabado jodiendo la marrana más que ayudando –como el capitalismo–. Acabar doblegados ante conceptos abstractos demuestra que evolutivamente hablando no somos el lápiz más afilado del estuche. Normal que exista tanto pavor hacia la rebelión de las máquinas: si los constructos sociales provocan tanto caos, qué no podría hacer algo hecho de hierro y cables. 

    Los humanos somos animales diurnos: la noche no nos confunde, la noche nos atonta. Vivir en la oscuridad no hace más que acentuar una desconexión con el entorno cada vez más pulsante; nos perdemos en los no-lugares de Augé y nos comen los hombres grises de Ende. En la truculencia del invierno, los círculos de amigos pasan a ser rectas secantes: eventualmente nos cruzaremos por la calle, quizás nos veamos en algún cumpleaños, a lo mejor nos hablamos para ir a un concierto… Haremos tiempo hasta que pase el frío y nos apetezca otra vez ser algo más que productivos, y no nos lo tendremos en cuenta porque sabemos que esto es lo que hay

    Y si el invierno se hace largo, seguiremos teniéndonos cariño, ese cariño de solera que se tienen los amigos que se lo pasaron tan bien juntos que ahora sólo hablan de lo bien que se lo pasaron, contándose las historias como si fueran nietos y abuelos a la vez, mientras afuera la incipiente tónica individualista hará cada vez más largo el invierno y más oscura la noche. Primero con cosas pequeñas de las que, al fin y al cabo, no tenemos que encargarnos nosotros, porque bastante tenemos con lo nuestro, ¿no? Y luego con otras un poco más serias, como perder el sentimiento de comunidad, olvidarnos poco a poco de quiénes somos o incluso llegar a pensar que somos otros. Así hasta que tengamos tanto frío y estemos tan cansados que no nos podamos mover, y no nos quede otra que mirar cómo aquello que nos parecía del pasado –reaccionario y oportunista– coacciona, adormece, inmoviliza y suprime lo que pensábamos que sería el futuro.

    Porque si seguimos mirando a otro lado, se terminarán los lados a los que mirar.

    Hasta entonces, buenas noches, amigos.

  • Cosas distintas, cosas mejores

    Cosas distintas, cosas mejores

    Opción a) Trabajo desde casa y no tengo nadie que cocine para mí a mediodía.

    Opción b) Aunque podría ponerme a cocinar para toda la semana, algunas tardes tengo pilates, porque mi espalda se resiente tras ocho horas sentada frente al ordenador. Otra tarde tengo terapia, porque mi cabeza se resiente tras estar ocho horas sentada frente al ordenador. Y, el resto de tardes, cuando no estoy trabajando para que mi cuerpo y mi mente puedan seguir trabajando, me gusta tomármelas para mí. “Tomármelas para mí”, digo con la boca pequeñita, como si fuera una osadía permitirme sentir que las tardes son mías y apropiarme de ellas con total libertad para hacer cosas fuera del marco obligatorio de la productividad y el consumo capitalista. Hablo de charlar con mi novio, quedar con un amigo, dar un paseo alrededor del lago de Casa de Campo, leer tirada en el sofá. Esas “cosas de la vida que no cuestan dinero”, que en todos los sobrecitos de azúcar te dicen que son las mejores.

    Opción c) Quizás pida a domicilio una vez más y pague a una empresa que detesto para que le pague una miseria a un trabajador al que pido disculpas con los ojos pero jamás con la boca cuando llega el pedido. Quizás no. Mejor que no. A “uno de estos días” no quiero añadirle también el sentimiento de culpa.

    Quizás lo que haga sea picar cualquier cosa de pie en la cocina, un hummus con regañás y unas cuñitas de queso con anchoas, apoyada en la encimera, con la mente en un blanco del color de los azulejos que me quedo mirando como una vaca cuando pasa un tren.

    Y esto es tan solo un martes.

    Pero tiene que haber otra vida, ¿no? Una vida donde los martes no sean una cosa que quitarse de encima cuanto antes. No dejo de pensarlo. Estoy obsesionada con ese pensamiento. Tiene que haber algo más porque esto no puede ser así siempre. Algo mejor. Algo distinto. “La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado”, leí una vez en un titular de El País que no consigo olvidar. La frase la pronuncia el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, codirector de la Fundación Atapuerca y director del Museo de la Evolución Humana de Burgos. Pregunta el periodista: “En el fondo, conocer nuestro pasado nos ayuda a entender nuestro presente, ¿no cree?” y él responde: “Sí, y nos hace más felices, espero. Aprendemos, disfrutamos, vivimos otras vidas. Yo siempre digo que la vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado. Eso no puede ser. Esa vida no es humana. Tiene que haber algo más pero aquí, en esta vida. Y esa otra cosa se llama cultura. Es la música, la poesía, la naturaleza, la belleza… Es lo que hay que apreciar y disfrutar porque, si no, esto es una mierda”. Y el periodista razona: “Nuestros antepasados seguramente sabían apreciar mejor la vida…”. Y la persona convertida en mi persona favorita del planeta, responde: “Hombre, claro. No trabajaban toda la semana ni iban el sábado al supermercado”.

    Voy a los libros en busca de consuelo porque no creo en Dios. Ojalá tener fe. Ojalá ser una de esas personas espirituales que no tienen una arruga constante en el entrecejo. Ellos saben que hay algo más en otra vida, pero yo siempre he sido una persona impaciente y lo quiero ya y lo quiero en esta. A falta de Dios me encuentro con Vivian Gornick, que tampoco está mal. Leo en Mirarse de frente lo que le sucede una mañana, cuando trabajaba de camarera en un hotel en las montañas: “Una mañana a las siete, mientras iba de los barracones a la puerta de la cocina, me paré a oler el aire en medio del gran césped del hotel. El momento fue precioso: diáfano y sensual. Sepultado bajo el frescor de la mañana, acechaba el calor creciente que se iría extendiendo hora a hora por el erótico día estival. Sentí un pinchazo en el corazón. ¡Había otras formas de pasar el día! Otras vidas que vivir, otras personas que ser”. Pienso en todas las Vivian Gornicks a las que veo a través de mi balcón, camino del trabajo, deslumbrándose con el primer sol de la mañana y seguramente el último que disfruten sobre el rostro cuando impongan el horario de invierno, las veo mirando alrededor sin ver, justo antes de sumergirse en las profundidades del metro. Pienso en las Gornick que salen solas a comer cuando están en la oficina, apropiándose de esa hora como yo me apropio de mis tardes, y se comen lo que hay en su tupper y se quedan un buen rato sentadas en un banco disfrutando del solecito. Pienso en las Gornick que, de pronto, levantan la mirada del ordenador para descansar la vista y se asombran porque se ha hecho de noche.

    A mi alrededor todo el mundo está cansado. Todos mis amigos están hartos. Todos repiten constantemente aquello de no puc més. Nos quejamos en grupos de WhatsApp y en audios larguísimos y fantaseamos con irnos todos a vivir a las montañas. Nos pasamos artículos sobre la Generación Quemada y yo pienso que debería llamarse La Generación A La Que Han Quemado. Nos pasamos artículos sobre The Great Resignation (La Gran Renuncia), un fenómeno que se empieza a dar en Estados Unidos que consiste en un abandono masivo y voluntario de los trabajos actuales. Aparentemente la pandemia y el trabajo en remoto ha sido el gran catalizador de estas renuncias masivas, cuando la gente se ha replanteado qué coño está haciendo con sus vidas. Buscan algo distinto. Algo mejor.

    Miro el cielo azul en esta tarde soleada de otoño mientras os escribo esta carta y pienso en cómo terminarla de una forma más o menos optimista al tiempo que caigo en la cuenta de que los días van a ser cada vez más cortos. Bueno, y qué. Lloverá más o lloverá menos. Y mientras buscamos soluciones agarraremos el paraguas para salir a la calle porque, al menos, quedan las risas, las amigas, los vinos y los encurtidos buenos. Y Vivian Gornick, claro. Cuenta Gornick que fue al funeral de una amiga suya a la que nunca había llegado a comprender del todo y otra persona que había conocido a la difunta durante 30 años dijo las siguientes palabras:

    “Tenía dos historias que siempre repetía, una y otra vez. En una, una mujer se cae de un transatlántico, horas después la echan en falta y la tripulación da media vuelta al barco y regresan a por ella. La encuentran porque sigue nadando. En la otra, un joven decide suicidarse, salta de un puente muy alto, cambia de opinión en plena caída, endereza el cuerpo para zambullirse y sobrevive. Siempre que podía Rhoda encontraba la ocasión para contármelas como si yo no las supiera. A veces parecía que ni ella las hubiera oído antes. Probablemente eso diga mucho más sobre su vida que cualquier otra cosa. La desesperación, el aburrimiento, la soledad. Para ella todo se traducía en: nuestra especie está condenada, se autodestruirá, pero hay que seguir nadando”.

    Hay que seguir nadando.

  • Huérfanos de la Culebra

    Huérfanos de la Culebra

    El 15 de junio de 2022 se declaraban dos incendios en la sierra de la Culebra: uno cerca de Ferreras de Abajo y otro en Sarracín de Aliste, dos de los 41 núcleos de población de una zona que no supera los 5.745 habitantes. En tan solo cinco días, según las imágenes del satélite Sentinel-2 de la Agencia Espacial Europea, el fuego hizo desaparecer 27.242 hectáreas de las cerca de 70.000 que conforman esta Reserva de la Biosfera de la UNESCO. El segundo de los incendios se extinguió 72 días después de que los rayos de una tormenta seca lo iniciaran.

    Apenas un mes después, otro incendio brotaba en los alrededores de Figueruelas de Arriba, a las faldas de la sierra. Dos días más tarde, el 17 de julio, ardían también los montes de Losaico, en la comarca vecina de Tierra de Alba; el fuego se extendió rápidamente hasta alcanzar la zona este de la sierra, donde se cobró la vida de dos vecinos: el bombero brigadista Daniel Gullón y el pastor Victoriano Alonso, atrapado por las llamas al tratar de salvar a sus ovejas. Del 17 al 20 de julio, 28.813 hectáreas ardieron en ese tercer incendio y más de 30 pueblos fueron desalojados.

    El día que visitamos la zona, el 21 de julio, en las carreteras que conectan las cuatro comarcas que abarca la sierra (Carballeda, Sanabria, Aliste y Tábara) no se oye nada. No hay pájaros cantando en las ramas de los castaños o los pinos, ni tampoco el zumbido de insectos o lobos aullando más allá de las lindes; no se oyen chasquidos de ciervos, corzos u otros animales agazapados entre el matorral. Las hojas secas cruzan la calzada como si fueran ceniza blanca. Todo huele a quemado y las huellas que dejan los zapatos quedan impresas en negro. 

    En las calles de Villardeciervos, Ferreras de Arriba, Cional o Boya, en el corazón de la sierra, apenas hay gente. Después de regresar a sus casas tras dos días evacuados en polideportivos de pueblos colindantes a salvo de las llamas, algunos vecinos, casi todos mayores, se asoman a las puertas de sus casas para regar los geranios que colorean las fachadas, otros se acercan a comprar el pan que hoy no hay, y una buena parte se arremolina en las mesas del interior del bar de la plaza donde juegan a las cartas y, sobre todo, hablan con el ruido de la televisión de fondo. Hablan del incendio, de los incendios.

    El fuego tiñó el paisaje de colores ocres y grises como una vieja fotografía, como un pasado que no volverá; pero el bosque no murió del todo. La Culebra está cambiando de piel. En unos meses la superficie volverá a cubrirse de verde por el pasto, aunque los árboles tardarán mucho más en crecer. Celso Coco, ingeniero forestal, explica para SALVAJE que la recuperación de un bosque tras un incendio depende de muchos factores, como el tipo de especies o la superficie quemada. “Las especies de matorral en un año ya aparecen, y en las arbóreas se ven indicios de regeneración evidentes al cabo de dos o tres años. Para los individuos arbóreos pasará al menos un lustro. Ahora bien, para poder tener lo que se ha perdido tendrán que pasar tantos años como años tuvieran las especies perdidas, que en algunos casos eran de 50 a 70 años”. 

    La sombra de esta vegetación guarecía a ciervos, corzos, jabalíes y en especial, a lobos ibéricos, uno de los motores económicos de los pueblos de la sierra y un símbolo de la biodiversidad de la Culebra. Javier Talegón, que desde 2013 organiza actividades de ecoturismo centradas en la observación de lobo en la sierra, cuenta que, aunque el impacto exacto sobre la especie es muy difícil de cuantificar porque en la zona no hay ejemplares equipados con GPS, hay “manadas que han visto arder prácticamente todo su territorio, incluidas las zonas tradicionales de reproducción, y han perdido casi con toda seguridad la camada. Pensemos que el primer incendio se desarrolló entre el 15 y el 19 de junio, cuando muchas crías tienen cerca de un mes de vida; pensemos también que durante algunas horas la velocidad del fuego superaba los ocho metros por segundo, un factor que limita las posibilidades de los lobeznos de escapar”. Pero no todo son cenizas. “Han perdido gran parte de la cobertura de refugio en el hábitat, pero han sobrevivido otras camadas y quizá han aprovechado la concentración puntual de presas en los bordes no quemados”.

    A pesar de estos atisbos de esperanza en el caso del lobo, esos 50 o 70 años de espera para recuperar lo perdido se presentan como un futuro demasiado lejano para los humanos que vivían, aquí y ahora, de la recolección de setas y castañas o de la venta de madera. Tras los incendios, varios vecinos de la sierra crearon la plataforma “La Culebra No Se Calla” para exigir responsabilidades políticas y solicitar ayudas para paliar las consecuencias económicas del fuego. A la par, la Fiscalía de Castilla y León ha abierto una investigación sobre la actuación de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León y su consejero Juan Suárez Quiñones después de que Greenpeace y CC.OO. denunciaran la obsoleta planificación, asegurando que no se habían realizado las tareas de prevención como la limpieza o el desbroce durante el invierno.

    Con cerca de 60.000 hectáreas calcinadas entre junio y julio, el incendio en la sierra de la Culebra es el más grave y devastador de la historia de Castilla y León, y uno de los mayores del país. Mientras la tierra todavía humea, nos adentramos en una sierra donde el dolor sigue suspendido en el aire como la ceniza, y el humo esconde un futuro incierto para sus vecinos, que han quedado huérfanos de su bosque, de su sierra.

    Ainhoa, 33 años. Dependienta.

    Cuando el bosque ardía, Ainhoa no tenía miedo. Ni ella ni las personas que estaban a su lado tratando de contener con cubos de agua y mangueras las llamas que les cercaban. El fuego llegó hasta las inmediaciones de Villardeciervos, y cuando desalojaron a la población, Ainhoa decidió quedarse junto a otros vecinos. “No pensaba en nada más que en apagar, apagar y apagar”, dice resoplando. “Aunque tengo asma y el humo casi me estaba matando, no pensaba en otra cosa que en salvar mi pueblo, mi casa, mi infancia… Fue más una sensación de impotencia, el vernos solos… Tristeza, estrés… Un cúmulo de sentimientos”, gesticula como si todavía estuviera allí.

    Ainhoa es una chica joven, pero tiene la mirada cansada después de días de mucha incertidumbre y mucho trabajo. Regenta el supermercado de la plaza central del pueblo y en su camiseta negra de manga corta hay manchas recientes de harina. Todo el pan de la zona se ha reservado para las brigadas de bomberos que están tratando de controlar un nuevo incendio a unos pocos kilómetros y acaba de llevarlo al punto de recogida. 

    —Lo siento, pero no hay pan— responde a una clienta que entra en la tienda.

    —¿No hay pan? —pregunta otra que entra justo detrás—. Si es por una buena causa, nos conformamos —dice con cara de circunstancias.

    “Aquí había oro en el sentido natural —dice Ainhoa—. Esto es reserva de la biosfera. Tenemos una fauna salvaje que se ve en muy pocas partes del mundo. Se podía hacer deporte, atraía mucho turismo para casas rurales y avistamientos… Los pinos, la recolección de setas, los castaños, apicultura… Poco a poco se veía que la gente joven venía a vivir otra vez aquí. Todo lo que paso a paso íbamos construyendo en este mundo de pueblos tan perdidos… Yo todavía no he querido ir a ver cómo ha quedado mi pinar donde iba a por setas, hacía mermelada o buscábamos cuernos, cuando los ciervos tiran los cuernos… Es un desastre natural y económico que favorecerá más la despoblación, pero hay que seguir peleando. Hay que luchar por la sierra”.

    David, 29 años, ingeniero forestal. 

    “La sierra de la Culebra me ha visto crecer y yo un poquito a ella. Siempre he estado vinculado al monte”, cuenta David, el hijo de Luis, que ha heredado de su padre esa estima por el entorno natural. “Estudié ingeniería forestal para comprender mejor el entorno que me rodeaba y saber cómo se podrían gestionar sus recursos. Por eso ahora lo que más siento es frustración y pena. En esta zona los bosques maduros estaban aportando cada vez mejores condiciones sociales, económicas y ecológicas a la zona y me hubiera gustado vivir el resultado de todo eso. Ahora lo que queda es ver cómo se puede aportar para comenzar a restaurar los montes quemados y dar la oportunidad a las próximas generaciones de disfrutar de este espacio como he disfrutado yo: los bosques maduros, la recolección de setas, la mejora del hábitat de los animales silvestres, el paisaje…”.

    “Este tipo de incendios, como el que hemos vivido, no deja de ser un fenómeno natural”, explica David. “La vegetación está preparada para soportar estos fenómenos, ya que está adaptada al fuego. La cuestión está en la gestión que se ha estado realizando en los bosques y que en cuestión de horas, se destruyen 50 u 80 años de gestión en un pinar.”

    Soto, 58 años, ganadero.

    “Dicen que si hubiera más gente viviendo aquí, la de hace 40 años, los montes no estarían así”, dice Soto, veterano ganadero de Cional, otro de los pueblos evacuados de la comarca. “Que se colaboraría de forma diferente… Pero ese es un mundo que ya no existe y vamos a uno nuevo que Dios sabe lo que va a traer… Me queda la sensación de ¿y si la comarca se queda en silencio por completo? Que ya bastante tiene…” 

    Mientras hablamos el viento sopla muy fuerte y los casi 40 grados de temperatura parecen menos. Una silla de una terraza sale volando y la mesa se cubre de ceniza negra que dibuja estelas a carboncillo en la libreta. 

    “El tema para nosotros, como ganaderos, si viene un invierno normal, es que para el año que viene ya habrá pastos, pero claro, la ley de montes dice que en cinco años no puedes entrar en un terreno quemado…”, dice Soto. “Pero si estás cinco años sin entrar, estás creando otro polvorín. Por eso hay que pensar bien qué vamos a hacer”, explica. “Está claro que esto va a marcar un antes y un después. Se ha ido el bosque, pero con él también una generación; la que plantó esos pinos, la que cultivó esos montes… Nos marchamos. Es una sensación amarga”.

    Luis, 47 años. Bombero forestal.

    “Aquí lo único que preocupaba a las autoridades era que no hubiera muertes porque la Junta ya era incapaz de asegurar nada más. Al día siguiente de que se declarase el incendio nosotros estuvimos toda la noche y aquí no apareció nadie. Ni una cuadrilla, ni un camión… Nada”. Luis, que hace más de 30 años cambió Madrid por la sierra de la Culebra para dedicarse a la ganadería y el cultivo, decidió no seguir las órdenes de evacuación de la Guardia Civil y permaneció en su Villardeciervos con el objetivo de salvar cuanto pudiera “bajo su única responsabilidad”, bien remarcado este punto por las autoridades. 

    “Si los que mandan no podían asegurar lo que teníamos… Se trataba de defender lo que es la vida de uno. Es que se trata de nuestra vida. De alguna forma había que defenderlo”, recalca Luis convencido. 

    El rugido del fuego se escuchaba incontrolable a kilómetros de distancia. Desde un otero, a lo lejos, Luis veía que el viento no tardaría en empujar las llamas hasta la nave donde guarda todo su trabajo, a la entrada del pueblo. A contrarreloj y con la ayuda de su hijo David y dos desbrozadoras hicieron una faja de unos 15 metros alrededor de la nave. Después, con un batefuego y una mochila Matabi para los tratamientos químicos de la huerta llena de agua, se acercaron a las llamas para intentar contener su avance. 

    “Uno le iba dando agua y el otro rematando con el batefuego…”, recuerda Luis entre toses. “Así nos tiramos hasta las cuatro de la mañana. Desde las seis de la tarde que empezamos estuvimos sin parar. Sí que hubo un momento en el que mi hijo me decía: papá, que esto no lo para nadie. Y yo: que sí, dale, venga…”. 

    En el momento del incendio, Luis se encontraba en sus vacaciones como conductor de autobomba en el operativo antiincendios de esta parte de Zamora. La Junta obliga a los miembros de estos operativos a coger las vacaciones antes del 1 de julio. A partir de esa fecha y hasta finales de septiembre se considera el periodo de más riesgo. A pesar de su insistencia para incorporarse, no se lo permitieron. 

    “Es que es impotencia”, dice. “Te sientes mal porque te estás ofreciendo, pero por la burocracia o lo que sea no te dejan incorporarte. ¡Y no hay medios! Es todo un despropósito… He sentido como que esta gente no ha sabido… He sentido que estamos abandonados.”

  • El nuevo fuego

    El nuevo fuego

    “Algunos montes son ahora mismo dinamita. Los pueblos se han quedado vacíos y los bosques se han llenado de combustible. Solo la suerte impide que no suframos grandes incendios”. Sentada en una pradera del Páramo de Masa, una región fría y deshabitada a más de 1.000 metros de altitud entre Burgos y Cantabria, Raquel Serna, jefa de los agentes de Medio Ambiente en la comarca de Sedano, ve con pesimismo el futuro de la zona. A su lado Marino Saiz, guarda mayor y coordinador de más de un centenar de agentes medioambientales burgaleses, asiente preocupado: “Los pueblos siempre fueron los mejores cortafuegos, pero se han convertido en justo lo contrario, en un auténtico polvorín”.

    Alguien que para su desgracia conoce muy bien los infiernos del fuego es Ángel Fernández, director desde 1987 del Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera. Cuando en 2012 un gigantesco incendio forestal afectó al 11% de la superficie de la isla todo su mundo se le vino abajo. Acabó en el hospital con un riñón paralizado por culpa de la “enorme tristeza y estrés brutal” que le supuso “verlo todo convertido en cenizas”. 

    A pesar de los miles de kilómetros que les separan, el director canario y los guardas burgaleses coinciden en el diagnóstico: el mejor aliado del fuego es el abandono del mundo rural. “En pocas décadas hemos pasado de tener un territorio totalmente sobreexplotado donde no había prácticamente nada que pudiera arder a justo lo contrario. Los de ahora son incendios de comportamiento devorador, como un Polifemo hambriento, auténticos tsunamis de fuego”, dice Fernández.

    Los nuevos fuegos

    De primeras, a los profanos en la materia podría parecernos que, si la despoblación ha provocado que ahora haya arbustos donde antes había pastos, se podría dejar a la naturaleza seguir su curso y que recupere lo que era suyo. Error. Según el informe Proteger el medio rural es protegernos del fuego publicado por Greenpeace en julio de este año, desde 1962 hasta 2019 se han abandonado en España cuatro millones de hectáreas de tierras de cultivo. Estos terrenos han sido colonizados desordenadamente por masas forestales pobres y abandonadas, con escasa diversidad de especies y gran carga acumulada de combustible vegetal. 

    “En el momento en que las personas abandonamos el medio rural, desaparecen los campos agrícolas y los aprovechamientos forestales, y los terrenos donde había cultivos son colonizados por árboles. Esto crea una paisaje casi continuo, y cuando hay un incendio, el fuego ya no encuentra ninguno de los impedimentos que antes impedían que se hiciera fuerte”, explica Oriol Vilalta, director general de la Fundación Pau Costa, dedicada al estudio en prevención de incendios forestales.

    España es, tras Suecia, el segundo país con más superficie forestal de la Unión Europea, pero el primero en cuanto a abandono y falta de gestión. El 81,52% de la superficie forestal no tiene un instrumento de ordenación, lo que la hace tan inútill económicamente como vulnerable al fuego. Estos nuevos montes más inflamables, junto a entornos rurales abandonados y cada vez más afectados por la crisis climática, son el caldo de cultivo perfecto para los incendios de alta intensidad, esos “tsunamis de fuego” que mencionaba Ángel Fernández.

    Los primeros grandes incendios aparecen en nuestro país en los años 50, cuando el abandono rural dibuja un paisaje continuo por primera vez en décadas. Es lo que se conoce como primera generación de incendios, que se atacan con los primeros retenes y cortafuegos. Según continúa la despoblación y el imparable proceso de acumulación de combustible, en los años 70 y 80 aparece la segunda generación, con incendios continuos e intensos, combatidos con una mayor profesionalización y especialización. En los 90 aparecen los grandes incendios con ambiente de fuego, focos secundarios masivos y velocidades extremas de los fuegos convectivos: es la tercera generación. La aparición de incendios con interfase, que se acercan a los pueblos y empiezan a matar, marca la cuarta generación; y la simultaneidad de grandes incendios rápidos y violentos define la quinta, que cerraba la serie hasta la aparición en años recientes de una nueva clase nunca vista. 

    “Después de los incendios ocurridos en Chile y Portugal en 2017 cambia el paradigma. La sexta generación trae incendios rápidos, intensos y continuos que afectan a gran cantidad de viviendas, polígonos industriales, al sistema de extinción… Son incendios muy escasos, y es muy difícil que se den, pero cuando se producen dominan la situación atmosférica de su entorno. Se convierten en tempestades de fuego, generan procesos que no puedes predecir con la meteorología, la topografía o el combustible, los tres factores básicos de un incendio forestal”, explica Marc Castellnou, máximo responsable del Grupo de Apoyo de Actuaciones Forestales (GRAF), uno de los cuerpos de bomberos de la Generalitat de Catalunya. 

    La aparición de estos grandes incendios se rige por la “regla del 30”: una temperatura ambiente igual o superior a los 30 grados, rachas de viento superiores a los 30 kilómetros por hora y una humedad relativa del aire inferior al 30%. El resultado es un cóctel meteorológico terrorífico cada vez más frecuente, responsable de incendios tan pavorosos como el de Valleseco en Gran Canaria el verano pasado. Una tormenta de fuego excepcionalmente veloz y agresiva obligó a evacuar a más de 10.000 personas y destruyó cerca de 10.000 hectáreas, el 6,5% de la superficie de la isla. Muchos lo consideran el primer incendio forestal español de sexta generación. Federico Grillo, jefe de Emergencias del Cabildo de Gran Canaria, explica que “el siniestro creó sus propias condiciones meteorológicas, que a su vez generaron la formación de pirocúmulos o nubes de fuego”. El cielo en llamas. 

    De mal en peor

    Esta nueva generación es la responsable de desastres como los ocurridos en 2017 en Pedrógão Grande (Portugal, 66 muertos) o en 2018 en Mati (Grecia, 102 muertos). En 2020, ha pulverizado las peores estadísticas de la Costa Oeste estadounidense: han ardido 810.000 hectáreas de bosques. Pero esta cifra palidece frente a las dimensiones titánicas de los fuegos australianos: entre 2019 y 2020 ardieron 12 millones de hectáreas, una superficie igual a la de Extremadura y Castilla y León juntas. En la tropical Amazonia brasileña, pulmón del planeta, las llamas devoraron en agosto del año pasado 2,5 millones de hectáreas con fuegos que han continuado en 2020. Y hasta en el Círculo Polar Ártico en el este de Rusia, cada vez más cálido, ardieron 3,3 millones de hectáreas en 2019 según Greenpeace.

    En el contexto de la crisis climática, estos fuegos cada vez más gigantescos, rápidos e incontrolables han venido para quedarse. “Una población forestal que no puede aguantar el ritmo del cambio climático, estresada y empobrecida, ofrece muchas más facilidades para que se produzcan incendios”, dice Marc Castellnou. En la actualidad, el 75% de la Península Ibérica se califica como territorio extremadamente seco. Un arbolado seco y debilitado por la subida de temperaturas y el aumento de olas de calor se convierte en yesca inflamable. Es el círculo infernal del fuego: los incendios agravan el cambio climático, y el cambio climático intensifica los incendios.

    Y por mucho que los recursos materiales y humanos dedicados a la extinción no hayan parado de aumentar, “prevenir y apagar estos incendios no es un tema de recursos”, explica Castellnou. “Da igual que cada vez se dediquen más recursos si la verdadera causa, el abandono del territorio, no para de agravarse”. Un análisis compartido casi unánimemente por alcaldes, guardas forestales, bomberos y las principales ONG ecologistas. 

     

    El polvorín despoblado

    En Burgos, los agentes medioambientales Raquel Serna y Marino Díaz, 26  y 31 años de experiencia respectivamente, reflexionan sobre cómo evitar que el fuego convierta en cenizas su mundo. Coinciden en la misma solución: que los pueblos vuelvan a estar vivos, que se recuperen los cultivos abandonados y que regrese la ganadería en extensivo, con pastores y animales capaces de mantener a raya el crecimiento desordenado de zarzales y arbustos. Pero también opinan que es imposible que eso ocurra. Raquel lleva 20 años viendo desaparecer decenas de rebaños y cómo los hijos de los últimos pastores se marchan a la ciudad para no volver. “La población está muy envejecida, la mayoría tiene más de 80 años”, explica entristecida. “No hay recambio”. 

    Lo puede confirmar Juan Carlos Oca, capataz de una cuadrilla de 10 trabajadores forestales. “Es muy complicado encontrar gente dispuesta a trabajar en el monte”, se lamenta mientras su equipo realiza podas de altura para prevenir incendios en un pinar de Quintalamoma, un pueblo de Burgos de apenas 30 habitantes. “Es un trabajo muy duro, de jornadas agotadoras, sin horarios y que apenas dura tres meses. Los jóvenes, si lo pueden evitar, lo evitan. Así que no encuentras a nadie en la zona. Al final tienes que buscarlos en Burgos capital, gente nueva nada especializada que se van en cuanto encuentran otra cosa”. 

    Los que Juan Carlos tiene ahora podando pinos por encargo de la Administración regional son jóvenes, todos hombres. Trabajan en silencio, manejando con pericia unas largas pértigas en cuyo extremo han fijado pequeñas sierras semicirculares de afilados dientes. Rama a rama, van despejando los troncos para favorecer el crecimiento en altura de los árboles y evitar que un posible fuego se contagie a las copas. El suyo es un trabajo de Sísifo, duro e inacabable, 10 personas podando ramas en un mar de pinos. Una gota de cuidados en un mar de olvidos.

    José Ángel Arranz, director general de Patrimonio Natural y Política Forestal de Castilla y León, ve el abandono de huertas y fincas como uno de los principales problemas. “El peligro ahora no es solo que se nos quemen los bosques, sino que ardan los pueblos”, confiesa preocupado. Una opción para evitarlo pasaría por recuperar esas tierras desatendidas, pero en muchas ocasiones ya nadie sabe quiénes son los propietarios. “Para muchos, con que les limpiasen la finca sería suficiente”.

    Marc Castellnou, el responsable del GRAF, hace hincapié en la necesidad de cambiar de modelo económico para reducir nuestra vulnerabilidad ante los incendios. “La solución no está en implantar un nuevo sistema de extinción o en que un político suba o baje unos impuestos. Es un tema de no basar nuestra sociedad en el consumo de producto barato venido de lejos y entender que nuestra manera de vivir y consumir define la seguridad del paisaje donde vivimos”.

    El futuro (económico) está en el bosque

    Es el nuevo mantra: el fomento de la bioeconomía forestal, la economía basada en los recursos que nos proporcionan los bosques. Así lo cree Ascensión Castro, jefa de Sección de Prevención de la Xunta de Galicia. “La bioeconomía contribuye a frenar el abandono del monte, lo que previene los incendios forestales. Y en caso de producirse, un terreno forestal bien gestionado y rentable social, económica y ambientalmente es más resiliente frente al fuego”. 

    Más allá de la producción de leña, pasta de papel o corcho, los bosques son fundamentales generadores de aire y agua limpia, de tierras fértiles, de biodiversidad, de ocio, de salud, y ayudan a luchar contra el cambio climático al comportarse como sumideros de carbono. Pero para que su gestión económica sea compatible con su función ecológica hay que cortar árboles desde parámetros sostenibles y obtener el reconocimiento de los consumidores para que esas compras aumenten su valor. 

    “Estamos empezando a certificar esos servicios ecosistémicos para que la sociedad reconozca su importancia”, dice Silvia Martínez, directora técnica de FSC España, la ONG que garantiza la sostenibilidad de los productos de origen forestal. Algunas grandes empresas ya han mostrado su interés en pagar por esos servicios de los que nos beneficiamos todos. Y gracias a esas nuevas inversiones, la amenaza del fuego es más improbable. “En los pueblos donde se recibe dinero por el monte no hay incendios, eso está claro”, explica Adolfo Blanco, ingeniero forestal cuya empresa Biesca Agroforestal está promoviendo en Asturias las primeras certificaciones FSC de servicios del ecosistema.

     Aparentemente, Europa camina en esa dirección. La Agenda 2030, el New Green Deal y las estrategias de economía circular consideran clave este sector olvidado para dar respuesta a los nuevos desafíos del siglo. La economista Carmen Avilés, profesora de organización de empresas en la facultad de Montes de la Universidad Politécnica de Madrid, defiende que la bioeconomía forestal facilitaría esa ansiada vuelta al campo de la gente joven. “Para dar solución a las necesidades en las urbes debemos mirar con otros ojos al mundo rural”. Pero para que se produzca este cambio de paradigma el sector forestal está obligado a innovar. “Talento hay mucho, pero son necesarias unas condiciones de partida que aún no se dan”.

    Todas esas políticas y medidas se resumen en una frase de Raquel Serna, la agente burgalesa: “Habría que invertir más en el cuidado del monte”, dice sin demasiada convicción mientras con su dedo dibuja un amplio arco que abarca miles de hectáreas de bosques y cultivos. “Todo eso ardió en 2003”. Su jefe Marino Saiz mueve la cabeza ante la ingente tarea que supondría para las Administraciones sustituir con la contratación de empresas lo que durante milenios hicieron los pueblos, manejando con inteligencia sus territorios. “No hay suficiente dinero en el Banco de España para cuidar todos los bosques”, sentencia.

    Desde la oscilante torre de vigilancia de incendios que se yergue en el Páramo de Masa, junto a la que pasa con vuelo tranquilo un grupo de buitres leonados, Marino y Raquel otean el horizonte. Ante ellos se extienden miles de hectáreas de tierras, pastos y arbolado, decenas de aerogeneradores, pero ni un solo pueblo vivo. “Esto tiene mal arreglo”, sentencia Serna.

  • «Hay que recuperar el estilo de vida paleolítico. La vida del pueblo, que es neolítica, es lo más parecido»

    «Hay que recuperar el estilo de vida paleolítico. La vida del pueblo, que es neolítica, es lo más parecido»

    El paleoantropólogo, premio Príncipe de Asturias a la Investigación Científica y Técnica, se declara “totalmente epicúreo”, un espíritu inquieto que disfruta compaginando su importante labor divulgativa con una cátedra en la Universidad Complutense de Madrid o la dirección del Museo de la Evolución Humana de Burgos. Siempre activo, pero nunca estresado, como un buen paleolítico, no ceja en su empeño de ponernos una y otra vez frente al espejo retrovisor de una naturaleza de la que cada vez nos alejamos más rápido.

    La muerte explicada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara), segundo volumen de su colaboración literaria con el escritor y periodista Juan José Millás, plantea, de forma accesible y pedagógica, algunos de los grandes enigmas relacionados con la longevidad, el envejecimiento, la transmisión genética o la muerte de las distintas especies.

    Hay una idea que me surge leyendo el libro continuamente. Desde un punto de vista científico, ¿es la muerte lo que da sentido a la vida?  

    Desde un punto de vista científico, la muerte es un fenómeno que sucede y no tiene ningún sentido. La búsqueda del sentido se aplica exclusivamente a los seres humanos. ¿Qué hace que nosotros nos muramos a los 90 años y un ratón a los tres? Eso es biología. Hay causas, pero no sentido. Eso pertenece a la metafísica.

    Usted es un férreo defensor de la teoría del lastre genético. La evolución entiende que a los 60 años deberíamos estar muertos y nos deja a merced de mutaciones genéticas perjudiciales como el alzhéimer, que finalmente nos matan. ¿Existe alguna razón para que esa frontera esté en 60 años? 

    No existe ninguna razón, decimos 60 porque hay que poner una edad para que la gente lo entienda, pero valdría lo mismo 69 que 64. De hecho, yo lo que digo es que somos una especie que vive siete décadas.

    Evolutivamente, ¿la vejez tendría alguna función? Una vez que te has reproducido y has criado a tus hijos, ¿te podrías morir tranquilamente porque ya habrías cumplido con tu labor?

    Pero no por eso, no porque hayas cumplido con ninguna función sagrada. Eso implicaría que en la naturaleza existe un “para” y no es así. La selección natural no tiene ojos para el futuro, actúa a nivel individual, no se preocupa por la especie. La pregunta es ¿por qué no viven todas las especies 80 años como nosotros? Un conejo vive tres. Ha hecho una apuesta y, como va a vivir poco, se desarrolla muy deprisa y se reproduce muy al principio de su vida. Nosotros nos desarrollamos muy lentamente, producimos un cerebro muy grande que nos hace muy listos. Esa es nuestra apuesta. Habría que ver por qué somos capaces de reproducirnos hasta determinados años. Hay especies que son capaces de reproducirse indefinidamente, otras que no envejecen, como el bogavante, que es uno de los protagonistas del libro. Otro del que se habla es el pulpo, que plantea un reto a la biología, ¿por qué una especie tan inteligente vive tan poco? El pulpo se reproduce y muere, aparentemente se suicida, pero nosotros no funcionamos así. 

    ¿Cree que hay margen para prolongar la vida? ¿Cree que ese punto ciego de la evolución natural puede retrasarse?  

    No, yo creo que no. Nuestro caso es el mismo que el de los animales domésticos. Es decir, por medios artificiales podemos mantener con vida a ratones, perros o humanos más allá de lo que vivirían si tuvieran que ganarse la vida en el medio natural. Se prolonga durante un tiempo y, más allá de ese tiempo, no es posible sin una edición genómica. Lo que se puede hacer, y se hace, es mejorar la calidad de vida. En una generación o dos, pasar de los 100 años en el primer mundo será bastante habitual o casi esperable, pero más allá no, porque habría que cambiar los genes. Hay que explicar a la gente que este mundo material en el que vivimos tiene límites y nosotros estamos hechos de materia. Es bueno que la gente sepa que este es un mundo limitado en recursos, en todo. Mejor nos va a ir. 

    Esa utopía que dice “¡viviremos 150 años, no daremos ni golpe o viajaremos a la velocidad de la luz!”, no va a ninguna parte. Prefiero esa otra utopía en la que viviremos mejor, en armonía, en paz, menos estresados porque habrá un mejor reparto de la riqueza, menos injusticias… Cada uno tiene su utopía y la mía no es vivir 150 años, sino estar aquí tranquilamente tomándome un café por las mañanas. Otra cuestión distinta es cómo nos vamos a organizar cuando la gente viva 95 años de media y jubilándonos a los 65, que está muy bien, pero ¿quién lo paga?

    Desde el punto de vista conservacionista, se dice que, si seguimos deteriorando los ecosistemas, la naturaleza persistirá y los que desapareceremos seremos nosotros, ¿eso es una amenaza realista? ¿Podemos pasar de los siete u ocho mil millones de personas a desaparecer realmente como especie? 

    Esa idea de que el futuro ya está escrito porque es una prolongación del pasado es un error. Hay un libro muy importante sobre el tema, que se llama El cisne negro, que dice que el futuro no se puede predecir simplemente prolongando las tendencias del presente. Lo que sí hay es una recta de consumo creciente de energía. Yo consumo mucha más energía que mis padres, pero muchísimo más. Y mis padres consumían muchísima más energía que mis abuelos, y hasta ahí, porque de ahí hacia atrás no hay prácticamente cambio en el consumo de energía entre generaciones. Eso quiere decir que tenemos una demanda creciente de recursos energéticos. Pero el futuro no se predice, el futuro se hace, se construye.

    Otro concepto importante que aparece en el libro  indica que ‘la vida es inmortal’, que no pertenece a nadie y atraviesa a los individuos de las distintas especies durante un tiempo, que no hay muerte sino renovación. Vida que se desplaza mientras el ecosistema permanece, ¿es esto sostenible en tiempos de crisis climática? ¿No es el cambio climático el fin de la inmutabilidad de los ecosistemas?

    Pues no, no es sostenible. Permanecerá el Real Madrid, las instituciones, esas cosas permanecen. Lo intangible permanece, lo que es inmaterial. Los ecosistemas nos los estamos cargando directamente, eso es una realidad. Hasta dónde vamos a llegar y qué va a pasar en el futuro no lo sé. Eso tendréis que decidirlo la gente joven ¿Tú qué vas a hacer? Yo ya soy viejo y lo que tenía que hacer ya lo he hecho. Para lo bueno y para lo malo. Es una pregunta que debemos hacer los viejos a los jóvenes. Yo se lo digo a mis alumnos, ¿qué pensáis hacer?

    Hablando de sus alumnos, ¿qué importancia confiere a la docencia y a la transmisión de conocimientos desde un punto de vista evolutivo?

    La labor de profesor no ha cambiado mucho desde que existe la universidad. Desgraciadamente hay una especie de inmovilismo. Se tiene que seguir un programa. La labor del profesor debería ser fomentar el debate y el conocimiento, no seguir un programa. Hay que enseñar a pensar.

    Volver a lo paleo

    En una entrevista hace un par de años usted dijo que nuestros antepasados no vivían para trabajar toda la semana e ir a hacer la compra los sábados. ¿Qué hemos perdido en el camino? ¿Vivimos peor, tan alejados de la naturaleza, que nuestros antepasados más remotos? 

    No hemos vivido mejor hasta el siglo XX. No vivía más ni tenía mejor alimentación o salud un campesino de Castilla en la Edad Media que un cazador-recolector. Realmente, la vida, la calidad de vida, ha mejorado a partir de la segunda mitad del siglo XX. Si me dieran a elegir entre ser un minero galés del siglo XIX o un hombre del paleolítico, me quedaba sin pensarlo con un habitante del paleolítico. Ahora, si puedo ser un madrileño del siglo XXI, me quedo con esto último. 

    Pero en el libro hablan mucho de la dieta paleolítica…

    Del paleolítico hay que aprovechar algunas cosas, como hacer ejercicio, unos 150 minutos de cardio a la semana, algo que actualmente no hace nadie aparte de los deportistas profesionales. Una de las cosas que más se repiten en el libro es que la silla es nuestro peor enemigo y ya no podemos prescindir de ella; un paleolítico se sentaría en el suelo. Y también hay que saber comer mejor por la salud propia y la del planeta, pero no existe una manera de comer paleolítica como tal. 

    Lo que hay que recuperar es el espíritu del estilo de vida paleolítico, que puede incluir, por ejemplo, bajar al bar a tomarte una cerveza. La vida del pueblo, que es neolítica, es lo más parecido. Ahora precisamente es la época de las fiestas, que están pensadas para encontrar pareja; una romería es paleolítica.

    Nuestra genética es heredera del paleolítico en lo físico: las dietas, el movimiento… ¿También en lo psicológico? 

    Lo mismo. Lo que vale para el cuerpo, vale para la mente. Hay un mensaje, el mensaje del paleolítico, que yo no siempre transmito: ¿cuál es la sensación que transmiten los pueblos, digamos, preindustriales? Es muy simple: nunca están parados, siempre están activos, y nunca tienen prisa. Esa es la verdadera reflexión: nunca estés parado, nunca tengas prisa. Porque prisa ¿para qué? ¿Para morirte? Porque nunca sabes lo que va a ocurrir, todo lo demás dependerá de ti. En realidad la gente del campo español tiene esa misma actitud, siempre están haciendo algo, pero tranquilamente. Existe un acrónimo, ANE: activo, no estresado. Están todo el tiempo moviéndose y haciendo cosas, pero estresados ¿para qué? En el campo, ¿dónde está la prisa? Sí, tienes que arar, que ordeñar, pero da igual si es a las 6:00 o a las 6:05.

    Un estudio sobre las poblaciones más longevas del mundo encontró tres factores que tenían en común: eran muy activos y trabajaban hasta muy mayores; tenían una dieta basada en el pescado y la verdura; y tenían mucha vida social. ¿Eso también está en nuestra genética?

    Eso es lo que pasaba en cualquier pueblo de Castilla. La gente del campo no para. No hay edad de jubilación. Siempre hay algo que hacer. Un abuelo, por ejemplo, que ya no está para arar el campo y se pone a trabajar en el huerto, no lo hace como un hobby, sino porque es lo que vio hacer a su padre. Y luego, además, a nivel social, hay una relación entre las diferentes generaciones. Todo eso es bueno para la mente y para el cuerpo. Hay que ver cómo adaptamos eso a la vida urbana.

    ¿Es posible deshacer el camino de la vida moderna y volver a esa vida?

    Paradójicamente, hay veces que las soluciones vienen solas. El teletrabajo es eso: esta es la tarea que tienes que hacer hoy, adminístrate. Un trabajo que, en principio, te permitiría parar y decir “me voy a comprar fruta y luego sigo”. Claro que hay soluciones, pero hay que buscarlas. Y luego, además, también hay un problema de actitud, porque el estrés muchas veces es auto estrés. Nos pueden estresar pero, sobre todo, nos estresamos a nosotros mismos.

  • La mirada de Jenofonte sobre la España vacía

    La mirada de Jenofonte sobre la España vacía

    Al cruzar las llanuras de lo que hoy es Irak, el Kurdistán, Armenia y Turquía se encontraron con unas ciudades en ruinas fabulosas, mayores que cualquier ciudad griega o persa conocida. Verdaderas metrópolis desoladas que se pudrían al sol del desierto, cuya arena iba cubriendo los templos, las casas y las murallas. Entre ellas una colosal, que él llamó Mespila. Hoy sabemos que era Nínive, la capital del Imperio Asirio, una civilización desaparecida 200 años antes de que los Diez Mil acampasen en sus ruinas y de cuya existencia e historia Jenofonte no sabía nada. 

    Todo esto se cuenta en la Anábasis, la gran novela de Jenofonte que seguimos leyendo hoy con la misma emoción que cualquier relato de aventuras, pero es rara en su género: una cosa es tropezarse con civilizaciones exóticas y desconocidas (de eso va Star Trek), y otra muy distinta contemplar los restos de una civilización mucho más poderosa y apabullante que la tuya y de la que no sabes absolutamente nada. Para nosotros, que podemos resolver cualquier duda echando mano del teléfono que llevamos en el bolsillo, el desconcierto de Jenofonte es incomprensible. Los ejércitos de la Antigüedad avanzaban por territorios sin mapa, guiados por las estrellas y el sol, y cualquier cosa que apareciera por delante era siempre una sorpresa. No había satélites ni cartografía ni servicio de inteligencia que les previniesen sobre lo que tenían delante. Por eso nos extraña que la Anábasis no dé demasiada importancia a aquellas ruinas, pero es que aquellos griegos no podían dársela: lo inverosímil entraba siempre dentro de lo esperable, y asombrarse demasiado implicaba dar ventaja a los perseguidores.

    Un forastero

    Me habría gustado explotar más el arquetipo de Jenofonte cuando escribí La España vacía. Actualizar y estilizar su mirada sobre todos los pueblos abandonados y menguantes de la Iberia sin mar. A los escritores nos gusta mucho la exageración, es nuestra herramienta de trabajo principal, y tal vez si hubiera utilizado la Anábasis como referencia (salvando las distancias entre los pueblecitos serranos y la inabarcable Nínive, porque la exageración funciona bien cuando se conocen sus límites), el efecto que buscaba se habría logrado con una contundencia mayor. Sobre todo porque quienes llevan décadas dándole vueltas a esto de la despoblación están acostumbrados al tono menor, a la pincelada etnográfica, al hipido nostálgico y a la égloga pastoril. La mirada ruda y épica de un mercenario hoplita habría supuesto una sacudida agradecida y necesaria a un discurso marchito que no daba más de sí.

    En parte, sin citarlo, me comporté un poco como Jenofonte. A decir de algunos me metí donde nadie me había llamado. ¿Por qué diablos un forastero, un periodista señorito de ciudad que no distingue la parra de la hiedra, ni la encina del olivo, viene a reflexionar sobre el campo, su abandono y otras cosas que no le importan? Si se ha llegado al delirio de prohibir a actores de una etnia o país interpretar a personajes de otras, mi libro se arriesgaba desde el título a ser condenado por apropiacionismo cultural. De la despoblación solo tienen derecho a escribir los propios despoblados y los académicos de los departamentos de geografía de las universidades. 

    Como Jenofonte, yo era un forastero. No dirigía un ejército invasor ni me recibían a pedradas en los pueblos, pero sí buscaba preservar una mirada extraña, la mía. Me esforcé por asombrarme, ya que a mí no me perseguían los persas y tenía tiempo para contemplar las ruinas y reflexionar sobre ellas. Me asomaba a un mundo familiar (yo también tengo raíces familiares profundas en la España vacía, incluso recuerdos vívidos de infancia) y a la vez exótico: aquella cultura campesina impregnaba todo, pero al mismo tiempo era tan extraña como lo eran para Jenofonte las ciudades asirias destruidas 200 años antes. 

    Si el libro prendió como lo hizo fue porque muchos españoles compartían ese pasmo. Tras décadas de ignorar un rasgo clave de la cultura nacional, entretenidos como estábamos en ser europeos, ricos y sensibles con los derechos de las nacionalidades históricas (signifique lo que signifique ese adjetivo, pues no hay pueblo del mundo que no tenga historia y no sea, por tanto, histórico), una parte de la sociedad española se preguntaba qué diablos había pasado, cómo habíamos dejado extinguirse una parte del país, cómo habíamos consentido que el presente le pasara de largo y el futuro desapareciese del horizonte. 

    También, claro, hubo una reacción democrática que se revolvía contra el adjetivo vacía: aquí estamos, aquí seguimos, aunque nadie nos eche de menos. La mezcla del asombro de Jenofonte y la fuerza rabiosa y justa de unos españoles que no están dispuestos a seguir siendo furgón de cola ni invisibles ha provocado uno de los cambios de sensibilidad más inesperados y complejos que ha sufrido España. 

    Un lustro de “España vacía”

    Desde que en 2016 se popularizó la expresión “España vacía” hasta que, en 2020, a las puertas de la pandemia, se creó en el Gobierno la Vicepresidencia para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, la despoblación dejó de ser un asunto que trataban académicos en foros especializados, escritores nostálgicos, cantautores folcloristas, políticos locales con querencias caciquiles y activistas hartos de protestar por el cierre de una escuela o por la falta de pediatras. En este lustro se ha convertido en un eje de discusión política nacional y transversal, que no distingue entre izquierdas y derechas y que, como toda discusión compleja, admite mil y una disidencias, cabreos y matices.

    El coronavirus detuvo el proceso justo cuando se convertía en acción de gobierno y entraba, por tanto, en una nueva fase donde se demostraría hasta qué punto era un rasgo que se incrustaría en la conciencia colectiva o pasaría de largo como el perfume y las modas. Cuando se asiente el polvo del apocalipsis veremos qué queda. Yo, lo anticipo, soy escéptico en cuanto a la capacidad de ningún gobierno para intervenir sobre una realidad tan compleja y arraigada. Por contra, creo que el cambio de sensibilidad es palpable y la sociedad española ya no va a volver a dar la espalda a esa parte del país que se había esforzado por no ver desde que, en 1959, salió de él a bordo de un Seiscientos (fabricado en Cataluña por las manos de los campesinos del interior que desertaron del arado).

    Nada de todo lo que ha sucedido es responsabilidad mía, claro está. Ni soy activista ni he abandonado mi papel de contador de historias, pero me cabe el honor no pequeño de haber prendido la mecha con un libro que solo contenía el asombro de Jenofonte, que me gustaría preservar. Creo que el cambio de sensibilidad solo pervivirá si somos capaces de sostener en el tiempo esa mirada. En cuanto damos algo por supuesto o demasiado obvio se disuelve con rapidez. Nos ha pasado con la sanidad pública: la dimos por descontada, sin reparar en lo milagroso de su existencia y en la rareza que supone en un mundo privado en su mayor parte de un sistema universal y gratuito. Nos descuidamos, como las parejas descuidan su amor al darlo por hecho, y hasta que no lo perdimos no fuimos conscientes de nuestro privilegio.

    Si relajamos la mirada y dejamos de maravillarnos ante las ruinas y las casi ruinas de una España que ha desaparecido ante nuestros ojos, perderemos la capacidad de valorarla y, con ella, el impulso para preservar lo que queda de su hundimiento. Al contrario de Jenofonte, debemos quedarnos en Nínive, porque a nosotros no nos espera nadie a la orilla del Mar Negro ni nos persigue un ejército. Somos nuestros propios persas: solo debemos cuidarnos de no cerrar los ojos y no perder la conciencia que hemos adquirido.

  • En el nombre del padre

    En el nombre del padre

    En el Colegio Saint Paul, ubicado en una zona rural, cerca de los meandros del río Mosela, mi padre se adaptó a la soledad y al estudio. Los jesuitas encontraron en él a uno de los muchos pupilos que han forjado a lo largo de la historia y su hermano Miguel sería miembro de la Compañía de Jesús. 

    Lejos de la familia, Luis Villoro aprendió a disfrutar el aislamiento que determinaría su vocación. Para un filósofo, pocas cosas superan al placer de estar a solas.

    Seguramente, se habría convertido en un pensador francés de no ser por la Segunda Guerra Mundial, que lo obligó a reunirse con su madre en México, país que lo desconcertó por su desigualdad y su violencia. ¿Quién era entonces Luis Villoro? Alguien sin antecedentes definidos, marcado por dos guerras que lo habían privado de la ciudad del origen y del lugar de sus estudios. 

    A veces veía en sueños el parque de la Ciudadela y consideraba, con más ilusión que evidencia, que ningún equipo jugaba mejor que el F. C. Barcelona. 

    Su formación había ocurrido principalmente en francés; se sentía ajeno a México, el barroco país al que debía pertenecer. Como suele ocurrir, la confusión existencial aumentó con el amor. La primera novia de mi padre fue Teresa Miaja, hija menor del general que había defendido Madrid al frente de las tropas republicanas. Mi abuela tenía inclinaciones monárquicas y aceptó la dictadura franquista como un mal necesario para salvar a España del comunismo. Mi padre había recibido una educación conservadora; en las cartas que mandaba a su madre desde el internado en Bélgica, solía desearle buena salud al Rey. Sin embargo, ya en México, adoptó la causa republicana y enfrentó las tensiones de las “dos Españas”. Mi abuela detestó que cortejara a la hija de un rojo y el general repudió al señorito que se acercaba sin autorización militar a la más pequeña de la familia. Todo esto reforzó la pasión de los novios, que decidieron fugarse.

    Según la leyenda familiar, mi padre citó a Teresa en la Plaza de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, pero ella lo dejó plantado. Gracias a eso existo y escribo estas líneas.

    La infancia y la juventud fueron una historia de pérdidas. No es casual que alguien con tan poco sentido de pertenencia se dedicara a estudiar la identidad. A través de la filosofía, mi padre buscó un vínculo con México y lo encontró en la cultura de los pueblos originarios, que había dejado notables ruinas y llenado de joyas los museos, y que aún pervivía, de manera soslayada. Fue uno de los precursores de lo que hoy se llama “el México profundo”. Sólo alguien con un profundo desarraigo podía acercarse con tanta pasión a una identidad que no le pertenecía, pero que hizo suya a voluntad.

    España se convirtió en lo que dejó atrás. Rara vez hablaba del pasado y nunca lo hacía con anécdotas personales. En la infancia me impresionaba que mi padre no se refiriera a la suya. Podía narrar en detalle las Guerras Púnicas, pero ignoraba las circunstancias de las que venía. Tal vez porque crecí junto a un padre sin biografía, que perdió sus raíces y buscó consuelo en las ideas, desde muy niño me apasionó indagar historias íntimas. “¡¿Por qué te interesas en eso?!”, exclamaba mi padre cuando le pedía información sobre algún pariente.

    Durante años ignoré el nombre completo de mi abuelo. Cuando supe que se llamaba Miguel Villoro Villoro, sentí una inquietud extraña. En México, nuestro apellido es bastante exótico. En un país de más de 120 millones de habitantes, sólo mi familia lo ostenta. ¿Qué azar había llevado a que mi abuelo se apellidara dos veces Villoro?

    Mi padre no supo decirme nada al respecto, pero en forma involuntaria incentivó mi curiosidad. En 1969 me llevó por primera vez a Barcelona. Yo tenía 12 años y él quiso mostrar las maravillas de la ciudad que perdió con el destino. Fuimos a los juegos mecánicos del Tibidabo, vimos al gorila albino Copito de Nieve, asistimos a una función del payaso Charlie Rivel y nos emocionamos con un Barcelona-Real Madrid en el Camp Nou. Una mañana de cielo despejado, llegamos al cementerio de Montjuic, donde estaba enterrado su padre. Recorrimos las criptas de cara al mar, festoneadas de cipreses, hasta encontrar la del abuelo. Hasta ese momento yo no sabía que mi padre podía llorar. Nunca había visto que lo hiciera, ni volví a verlo. En forma contenida, soltó unas lágrimas y las secó con el dorso de la mano, con la torpeza de quien no suele hacer eso.

    Nueve años después volvió a tener un gesto emocional único. El 24 de septiembre de 1977 cumplí 21 años, la edad que durante mucho tiempo determinó la vida adulta. Mi padre me regaló el reloj de bolsillo del abuelo y, por vez primera, me dio un beso. 

    Dos gestos exiguos —el llanto y el beso— habían sido motivados por la memoria de su padre. Esa figura ausente gravitaba entre nosotros. ¿Quién era? ¿De dónde había salido?

    Mi primo Ernesto Cabrera Villoro, minucioso archivista de la historia familiar, me contó que Miguel Villoro Villoro venía del pueblo de La Portellada, en la comarca del Matarraña de la Franja aragonesa. Había estudiado Medicina en Barcelona y trabajó en el Hospital Sant Pau. 

    El cortejo con mi abuela fue bastante peculiar. Antes de casarse, Miguel había pasado una temporada en México como médico de la Beneficencia Española. Ahí trabó contacto con María Luisa Toranzo, mi futura abuela. Tiempo después, ella tuvo que huir de México porque un general de la Revolución amenazaba con raptarla. Fue acogida por una familia de San Sebastián con la que no se adaptó. Recordó al joven médico aragonés, que ahora vivía en Barcelona, y decidió buscarlo. Para no activar sospechas ni maledicencias, Miguel tomó una decisión estratégica: llevó a su futura esposa a vivir al monasterio de Montserrat, donde contó con la compañía de varias monjas mexicanas. La visitó ahí hasta que decidieron casarse.

    Miguel Villoro Villoro tenía fama de ser un hombre simpático, muy apuesto, amante de la buena vida, que murió joven a causa de una operación que le exigió demasiado al cuerpo.

    Estas noticias me bastaron por un tiempo. En 1997, presenté en Barcelona mi novela Materia dispuesta. Una casualidad hizo que mi padre también llegara a la ciudad, al igual que mi primo Ernesto. Almorzamos en el restaurante Agut y, emocionado por la reunión fortuita, propuse que visitáramos la tumba del abuelo. “Es inútil”, informó Ernesto: “olvidamos pagar los derechos, un edicto informó del asunto en el Avui y en La Vanguardia, pero nadie lee esos periódicos en México: el abuelo ya está en la fosa común”. Mi padre tomó a la ligera la noticia. Opinó que la fosa común era más divertida y gregaria que una fosa individual hasta que, sin solución de continuidad, comentó: “Me gustaría volver a vivir en Barcelona, pero ya estoy viejo”.

    Mi esposa y yo acabábamos de sufrir un asalto en México y teníamos deseos de vivir en un sitio más tranquilo. Así surgió el plan de volver a la tierra del origen. El impulso lejano venía del abuelo desaparecido.

    No es fácil mudarse con hijos ni conseguir permisos de residencia. Sólo en 2001 pudimos concretar el proyecto, más de 40 años después de que mi padre llorara ante la tumba del abuelo. 

    Cuando nos visitó en Barcelona, feliz de volver a degustar la insuperable crema catalana, le propuse ir a La Portellada. “¿Para qué?”, preguntó. De nada sirvió argumentar que veníamos de ese sitio. Él apreciaba las ideas y las teorías. Las circunstancias personales no eran de su interés.

    Como tantas veces, mi primo Ernesto llegó al rescate y fui con él al sitio del origen. Cuando descendí del auto ante la iglesia de San Cosme y San Damián, alguien gritó: “¡Juan Villoro, eres la hostia!” ¿Me habían reconocido? Para nada: un niño rebelde, que se alejaba de su madre, llevaba mi nombre y mi apellido.

    Ernesto le preguntó a un paseante si conocía a otro Villoro: “Yo”, contestó.

    El apellido inusual era ahí moneda corriente. La inmensa mayoría se llamaba como nosotros, lo cual dificultaba saber si alguno era un pariente en línea directa. Me entusiasmó pertenecer a una colectividad que sólo ahora conocía y escribí un artículo en El País con el título de “El pueblo de tu nombre”.

    Había llegado al entorno común de mi apellido, pero aún faltaba lo mejor. El artículo contó con la generosa lectura de varios Villoros, que, nobleza obliga, me citaron en el ya desaparecido Bar Villoro de la Barceloneta. Nunca antes había visto mi apellido en un negocio. Estimulados por el ternasco que preparaba Martín Villoro, establecimos una cofradía instantánea en la que no hacía falta detallar los lazos consanguíneos porque el afecto los superaba. Las profesiones de los presentes no podían ser más variadas, pero algo intangible y bueno nos unía. Sabemos que la política, la religión y el dinero separan a las personas; otros valores sirven para unirlas. Por entonces se discutía si se debía o no suprimir el derecho a fumar en el Camp Nou. Propuse que abordáramos el tema para conocer los valores de la gente que me rodeaba. De inmediato coincidimos en que el tabaco era malo para la salud. Ninguno o casi ninguno de los presentes fumaba. Sin embargo, alguien dijo que no podíamos negarle el derecho a una persona de perjudicar su salud de vez en cuando al aire libre. “Sí, pero eso afecta a los demás”, dijo otro. “Hombre, no tanto: el partido dura 90 minutos”. Total, que en ese grupo ajeno al tabaco se respetó el derecho de los fumadores, siempre y cuando no rebasara ciertos límites. Recordé que mi padre había nacido en la calle Consejo de Ciento. Las personas que me rodeaban tenían mi nombre y actuaban con la consideración de un parlamento liberal. Me pareció imprescindible formar parte de ese grupo.

    Además, supe del amor que ellos profesaban por el pueblo del origen y de la pasión poética con que lo ejercían. Después de reparar el candelabro de la iglesia, hicieron una colecta para construir una larga mesa de piedra junto a la ermita que remata una colina. El objetivo era irrefutable: cenar bajo las estrellas.

    Cuando mi padre murió, me propuse escribir un libro sobre él, pero pospuse la tarea porque su vida se volvió repentinamente intensa. Numerosas personas querían hablarme de su legado. Los recuerdos eran tantos que me costó trabajo administrarlos. Finalmente, la pandemia me deparó el aislamiento necesario para ocuparme de eso. El resultado fue La figura del mundo. El orden secreto de las cosas, que acaba de ser publicado. 

    El largo camino para escribir de mi padre comenzó por contraste, gracias a la ausencia del suyo. Él no deseaba recordar un pasado hecho de pérdidas y procuró vivir como si no necesitara antecedentes. Actuó como un hombre de ideas, no de afectos; sin embargo, algo se resquebrajaba en su interior al pensar en el padre que no tuvo.

    Buscar el sitio del origen representaba para mí un cierre de sentido. En 2012, en compañía del clan de los Villoros, volví a La Portellada con mi hija Inés.

    Subimos a la ermita y participamos en una cena tumultuosa, en la que hubo competencia de tortillas de patatas (la mejor, de sobra está decirlo, fue la de Martín, el profesional de la tribu).

    La transitoria vida de una familia había llegado al sitio correcto.  

    Arriba, inmutables, brillaban las estrellas

  • Ni gente sin casa, ni casas sin gente

    Ni gente sin casa, ni casas sin gente

    1. Reformar una casa a cambio de unos años de alquiler

    “El motivo de tanta vivienda vacía en España es la falta de rehabilitación”, afirma Sergio Nasarre, director de la Cátedra UNESCO de Vivienda de la Universitat Rovira i Virgili, que desde 2013 investiga sobre vivienda desde un punto de vista interdisciplinar e internacional. “Una forma de solucionarlo es llegar a un acuerdo, mediado a través del municipio o de una entidad del tercer sector, para sustituir la renta por una reforma”. Es decir: el inquilino entra a vivir a una casa, y en vez de pagar unas mensualidades al arrendador, lleva a cabo las mejoras y reformas necesarias en la vivienda. Entre ambas partes, y en función del trabajo y presupuesto necesarios, se pacta la duración.

    Regulada en 2007 en Cataluña y en 2013 en el resto de España, esta figura tiene su origen en la aparcería o masoveria, un concepto muy común en el mundo rural catalán mediante el cual el inquilino (el aparcero o masover) obtenía la cesión temporal de una vivienda a cambio de mantenerla, explotar las tierras y quedarse con una parte de la cosecha. Así, el latifundista minimizaba el riesgo: el masover se esforzaría en rentabilizar la tierra porque de ello dependía directamente su techo. 

    “En la práctica, ya se hacía de forma extraoficial antes de 2013”, añade Rosa María García, investigadora postdoctoral de la misma Cátedra y autora de una tesis sobre el tema. “Pero los inquilinos que la usaban ni estaban protegidos ni tenían los mismos derechos que el resto. Se hacía en negro y sin seguimiento. La Ley de Arrendamientos Urbanos de 2013 la introdujo y permitió juntar el problema del mal estado de la vivienda, sobre todo en medios rurales, con su falta de asequibilidad”. Seis años antes se había regulado en Cataluña bajo el nombre de “masovería urbana”, con la diferencia de que allí está prevista como una herramienta que la administración debe usar para fomentar la restauración de viviendas, mientras que la ley nacional la plantea simplemente como un contrato entre particulares.

    Con todo, la renta por rehabilitación no se ha popularizado en nuestro país. “Al ser contratos entre particulares es difícil de contabilizar, aunque mi sensación es que poca gente lo conoce”, continúa García. Un obstáculo es su alta barrera de entrada, que según cómo se ejecute puede obligar al inquilino a adelantar el coste de la obra. Por eso el papel de la administración es fundamental. “En Andalucía se hizo para condonar deudas en alquileres de vivienda pública. Si alguien no pagaba la renta, sus 100 o 200 € al mes, podía compensarlo pintando o arreglando zonas comunes. Se ha visto más en ayuntamientos grandes con planes de vivienda. Pero donde sería interesante es en pueblos, porque es donde hay más vivienda en mal estado y más posibilidades de llevarlo a cabo”.

    En Galicia se conocen varios casos. Isabel Fernández vive con sus amigas así. “La casa en la que estamos lleva ocho años con este tipo de contrato. Antes estuvieron cuatro amigas durante cinco años. Se iban a ir, nos salió esta oportunidad y para allá nos fuimos”, cuenta. La casa, situada en una aldea cerca de Arzúa (La Coruña) tiene 150 años y su dueño, que la heredó de sus abuelos, quería reformarla, mantener la arquitectura original y no venderla. “En la zona hay especulación debido al Camino de Santiago. Se llegó a un acuerdo que estipula el valor del alquiler mensual y vamos haciendo obras por ese importe para cubrirlo. Entran tanto las horas de trabajo como el gasto de material”. El contrato es verbal, no escrito. “La mayoría de la gente que conozco en estos casos lo hace así. Al ser una zona rural, la gente se conoce y se hace así”. En este tiempo han cambiado las paredes y puertas, puesto pladur en los techos, reestructurado las habitaciones y el verano pasado empezaron con la fachada. “Nosotras lanzamos propuestas de obras que podemos asumir. El dueño dice que hagamos lo que nos permita vivir mejor como inquilinas”.

    ¿Cómo hacer que el modelo llegue a más gente? García da tres ideas. Una: que la administración publicite que esto existe. Dos: que haga de intermediaria y busque inquilinos para conectarlos con propietarios que deseen arreglar. Y tres: que vaya más allá y aporte técnicos municipales, ayudas o descuentos en los materiales para que al arrendatario no le salga tan cara la inversión inicial. “Si el ayuntamiento no tiene dinero, puede hacer acuerdos con constructoras que le hagan descuentos o le den sobras. Si no tiene técnicos, puede ofrecer cursos de formación y dar otra salida a esa gente. Sería una solución”.

    2. Buscar un terreno rural para construir tu propia vivienda comunitaria

    Eva María Lacarra y Víctor Loza son amigos, conocidos de Logroño y cooperativistas en La Vereda, un cohousing o vivienda comunitaria que se está construyendo en Medrano, un pueblo de poco más de 300 habitantes a media hora en coche de Logroño. “En 2011, en torno al 15-M, nos juntamos varias personas con interés en ir a vivir a un pueblo”, cuentan. “No queríamos ir cada familia por su cuenta, sino hacerlo conjuntamente. Al principio era un grupo numeroso, pero algunos se quedaron por el camino. El proceso ha sido largo y difícil. Y hasta dentro de dos años no podremos ir allí”.

    Su periplo comenzó hace ocho años. Establecieron ciertos criterios, como la distancia a la capital o servicios como guarderías para poder vivir con niños, y se pusieron a buscar. No cerraban la puerta a ningún tipo de propiedad: podía ser un terreno, pero también una casa grande para rehabilitar. “Lo que fuera”, continúan. Lo que más les sorprendió fue que la principal barrera fue la económica: “los precios eran desorbitados”. 

    Una de las características del parque de vivienda rural es que muchas propiedades pertenecen a varios herederos que, o bien no se ponen de acuerdo en qué hacer con ella, o bien la sacan al mercado a precios disparados para que a cada heredero le toque una cantidad que les merezca la pena. Los cooperativistas de La Vereda llegaron a ver terrenos rústicos con una parte urbanizable de unos 5.000 metros a 240.000 € (48 € el metro cuadrado, cuando en la zona hay algunos de ese tamaño por entre 12 y 24 €). Al final encontraron uno de esa misma extensión pero por 180.000 €, que pagaron con un préstamo solidario de una asociación riojana que lo dejó a coste cero. 

    El terreno ya es suyo. Ahora están a punto de cerrar el proyecto de ejecución. Han trabajado con un estudio de arquitectos para diseñar sus futuras viviendas juntos: serán casas de 50 a 100 metros cuadrados con lavandería, comedor, cocina industrial y biblioteca, entre otras zonas comunes. “Nos gusta mucho. Todo es propiedad de la cooperativa: el suelo, las viviendas y el espacio común. El régimen de tenencia es la cesión de uso: los que viviremos allí compramos el derecho de uso, que se puede transmitir y heredar”. El derecho de uso no se puede vender: si alguien se marcha, solo deja de pagar la cuota mensual, de unos 400 €, y recupera su aportación inicial, de unos 26.000 €. ¿Y cuando todo esté pagado? “Es un debate en el que aún tenemos que avanzar”, concluyen. “Habrá gastos de mantenimiento, podremos invertir en otros proyectos… Aún no sabemos cuánto se reducirá la cuota”.

    3. Expropiar casas abandonadas

    La propuesta de Virginia Hernández, la joven alcaldesa de San Pelayo (Valladolid), es radical: si una casa está muerta de risa, el Ayuntamiento debe expropiarla. “Sería en última instancia. Pero la vivienda es un bien público. Igual que Fomento expropia para hacer carreteras porque se entiende que las usará toda la sociedad, es importante que la gente se quede en los pueblos, que custodie el territorio y que el Estado garantice que puede vivir”, explica. “No sé si serían expropiaciones dolorosas a nivel sentimental. Lo que es doloroso es saber que hay gente en el pueblo que quiere vivir y no tiene dónde porque hay quien no se hace cargo de sus propiedades”.

    Hernández ganó las elecciones en 2015 como representante de la candidatura ciudadana Toma La Palabra. Revalidó con mayoría absoluta en las de 2019. Y San Pelayo es un pueblo de 54 habitantes a media hora de Valladolid. “En esta zona, el problema más importante es la lucha contra la despoblación. Pero salvo una, todas las comarcas de la provincia de Valladolid están conectadas con la capital a menos de 45 kilómetros”, cuenta. “Desplazarte al centro de trabajo no es un problema. El problema es la vivienda”. Las ayudas a la compra o alquiler de vivienda rural que dan varias comunidades no son de su agrado. “No suelen valorar el criterio geográfico: consideran que todo lo rural es lo que no es urbano. Los municipios de un área metropolitana no son medio rural. Y las ayudas se quedan en esas áreas, no en los pueblos. Son parches”. 

    “Nos encontramos con gente que no puede ir a vivir al pueblo o que no se puede quedar. ¿Por qué? Porque está lleno de casas vacías a las que no podemos acceder. Son casas que pertenecen a muchos herederos a los que les cuesta ponerse de acuerdo para vender o alquilar. Y los impuestos son muy bajos, así que no les supone un gran gasto. Hay gente que no sabe ni que tiene esas casas. Otros lo saben, pero están tan deterioradas o necesitan tal cantidad de dinero para hacerlas habitables que se acaban dejando caer”.

    Expropiar es un proceso complejo. Una herramienta tradicional contemplada por la ley es la expropiación por ruina: cuando la vivienda pierde más del 50% de su valor y el propietario no hace nada por mantenerla, el ayuntamiento puede intervenir. El obstáculo que tienen los pequeños municipios es la falta de recursos. En San Pelayo, cuenta Hernández, quieren empezar por hacer su propio censo de viviendas vacías y por subir el Impuesto sobre Bienes Inmuebles progresivamente. Desde la Cátedra de Vivienda de la URV recuerdan que hacer un censo cuesta dinero (no se trata solo de identificar qué viviendas están vacías, sino por qué) y consideran que las medidas para movilizar la vivienda desocupada deben ser más incentivadoras que coercitivas.

    Hace unos años en el Ayuntamiento de San Pelayo probaron con una de esas medidas incentivadoras: sacaron suelo público a subasta con la idea de que alguien lo comprara y construyera, pero no tuvieron éxito. “A mí no me interesa el solar, lo que me interesa es que la casa no se llegue a caer. Que sea habitable”, concluye la alcaldesa. “No te imaginas la cantidad de gente que llama pidiendo casa y trabajo. Si nosotros tuviéramos una casita para ofrecer, en la comarca hay algunos puestos de trabajo. El objetivo de esta hipotética expropiación no sería construir, sino hacernos cargo de ellas y poder ofrecerlas”.

    4. Intermediar y conectar a propietarios con potenciales inquilinos

    “Todas las políticas de movilización de vivienda vacía se dedican a sitios donde la vivienda está tensionada”, reconoce el director de la Cátedra de Vivienda de la URV. Esto es: donde hay más demanda de gente buscando casa que oferta, como las ciudades. Los municipios pequeños, continúa, están llamados a movilizar su oferta. “Pero para ello tienen que tener los recursos necesarios y no es lo habitual. Por eso lo normal es llegar a acuerdos con propietarios a través de entidades y profesionales dedicados a ello”.

    “En zonas con más población, los agentes de la propiedad inmobiliaria son los que conocen mejor el mercado”, explica García. “En ayuntamientos pequeños es mejor recurrir a entidades del tercer sector sin ánimo de lucro. Lanzar una campaña publicitaria de masovería no da rendimiento. Pero si hablas con Cáritas y te dice: aquí hay cuatro familias que pueden aportar su trabajo a cambio de la renta, es otra cosa”. Un perfil típico en estos programas es el de trabajadores de la construcción que con la crisis se quedaron en paro y saben hacer reformas: solo necesitan los materiales, no contratar a un tercero.

    Abraza la Tierra, un proyecto con grupos de acción local formados por asociaciones que trabajan en la revitalización de comarcas rurales pertenecientes a cinco comunidades autónomas (Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León y Madrid), acompaña desde hace 15 años a familias que desean mudarse a un pueblo. Hasta ahora han asentado a 530 personas. “Hacen un estudio de las personas que quieren ir a un pueblo y sugieren opciones”, explica Hernández. “En ocasiones también los descartan, porque hay quien solo tiene una mala racha y realmente no quiere mudarse a un pueblo”.

    Otro proyecto similar es Proyecto Arraigo, en Soria, al que se han adherido varios ayuntamientos. También trabajan en pueblos de la sierra norte de Madrid, como Horcajuelo, Somosierra o Aoslos. “A nosotros nos llaman dos partes”, cuenta Enrique Martínez, su director. “Familias o personas que quieren vivir en el mundo rural porque pueden trabajar desde allí, porque están en paro durante temporadas largas, porque ya se han jubilado o porque desean emprender. Y nuestros clientes son los ayuntamientos, comunidades y diputaciones. Trabajamos para ellos con una base de datos de más de mil familias que han solicitado mudarse. Somos como un puente”.

    La base de datos de viviendas con la que trabajan es muy inferior a la de interesados: unas 50. Hasta la fecha han reubicado a 50 familias en Soria, tres en Segovia, cinco en Burgos y 12 en Madrid. La idea de Arraigo es entrevistar a los interesados antes de ofrecerles un pueblo en el que vivir. Como cuentan con pocos recursos para ello, priorizan a quienes “más se asemejan a lo que pide el pueblo: niños para el colegio, trabajadores, emprendedores…”. A partir de ahí, buscan la vivienda, el paso más complicado. “Hay que hablar con los propietarios. En la ciudad, el alquiler es un negocio. En el campo no. Hay muchas más casas deshabitadas que habitadas y los propietarios no se fían. Además es poco dinero y el inmueble está unido a su familia. Nuestra fórmula consiste en tiempo, confianza y asegurar al propietario que conoce bien a quien le va a alquilar”. 

  • Al final de la ruta, una cascada

    Al final de la ruta, una cascada

    Se enfilaron hacia el sendero estrecho, que se dejaba entrever detrás de la escuelina. Saludaron a un par de paisanos y salieron del pueblo. ¡Ay! Adoraban hablar del aire puro, así que justo ahí mismo, frente a una primera bifurcación, se pusieron hablar del aire puro aunque, en el fondo, por debajo de esa conversación, también esperaban recibir una intuición para saber si había que tomar el camino izquierdo o derecho, ambos senderos parecían serios y definitivos. Bueno, qué. Para dónde crees que es. Espera, que busco. Así que, de momento, vamos a dejar a esos dos preguntando a internet cómo empezar lo que sea que estuvieran a punto de hacer.

    Por el costado derecho, aparcando el coche en un terraplén, llegaba una familia de cuatro con todo el vigor que desprende siempre una familia de cuatro. Estos ejemplares eran altos, morenosos y el set completo incluía un niño y una niña de siete y nueve años. El padre y la madre cerraron las puertas del Ford Focus blanco en silencio y la carrocería emitió uno de esos sonidos feroces que, a veces, emiten los automóviles, como de enfado encubierto, de tristeza indoor. Se encontraron a Ricardo y Olaya mirando el móvil. Y el padre hizo bien en indicarles que el camino correcto era hacia la izquierda. La familia adelantó a la parejita, tomándoles una ventaja de unos 70 metros. Mateo el niño respondía al nombre de Mateo le preguntó a su padre cómo sabía que esos dos desconocidos querían ir hacia la izquierda y no a la derecha cómo lo sabía realmente a lo que su padre respondió que la ruta era la ruta. Ya, pero había otro camino, dijo Mateo, será otra ruta. No, una cosa es un camino y otra cosa es una ruta. Pero si tú tomas el camino derecho haces otra ruta, insistía el niño. No tengo ni puñetera idea de qué hay a la derecha, Mateo, pero todo el mundo quiere ir a ver la cascada. Y ya está. Y las rutas no se hacen, están hechas.

    El padre tenía razón, esos dos querían ver la cascada. La ruta era de dificultad baja, bien señalizada, con tramos de asfalto y otros de tierra o zahorra, poblada en su mayoría de bosques de eucalipto o de ribera. A la parejita, el hecho de ver a dos críos y que les hubieran adelantado ya, nada más empezar les puso un gesto antipático. Dos sospechas, dos temores: la idea de haber elegido una ruta demasiado fácil y la posibilidad de tener que ir detrás de esos cuatro individuos. A su modo de ver, la familia degradaba las vistas. Dijo ella: no hemos venido aquí para estar con gente, para escuchar a gente. Él concretó: estamos aquí para disfrutar de la naturaleza. Y ella remató: y para hacer un poco de deporte. Así que, movidos por ese impulso, cogieron algo de carrerilla y se impusieron a la familia, adelantándoles concretamente por la derecha, casi sin saludar.

    Que te estés quieto con el palo. Que os estéis quietos los dos con el puto palo o nos volvemos ya.

    (Eso es lo que lograron escuchar durante el adelantamiento). 

    La familia se percató que la parejita había avanzado por el lado derecho. Ricardo y Olaya, por su parte, estiraron un rato más la conversación sobre los palos, que habían atrapado fugazmente, y eso les sirvió para poner sobre la mesa asuntos que ellos creían que hablaban de los otros, pero en realidad hablaban de ellos mismos. Él acusó a esos padres de imponer un orden demasiado severo a esos chiquillos. ¿Qué clase de padres se quejan por jugar con palos? ¡En la naturaleza, jesus christ!, respondió ella, con afectación. Y era agradable estar de acuerdo en eso, casi romántico. A medida que se alejaban del set familiar, esos dos volvían a recuperar el temple con el que habían iniciado la ruta, más sereno, más receptivo. 

    A tres kilómetros se anunciaba la cascada en un pequeño poste de madera: “Cascada de Llames, siga recto”.

    ¿Cuánto queda?, por supuesto hubo de preguntarlo la niña, que respondía al nombre de Paola. El padre le dijo que todavía quedaba un rato, pero que disfrutara del trayecto. Eso mismo que estaba pasando ya formaba parte de la aventura, de hecho. La niña mostró una renovada animosidad después de la revelación. Los niños empezaron a jugar y a correr, adelantando así a sus padres, y estos, movidos por un instinto protector (la naturaleza también está llena de peligros, etc.) aligeraron el paso hasta el punto que los cuatro lograron imponerse a la parejita, a quienes encontraron junto a un árbol haciéndose una foto en vertical. Hubo ahí un saludo discreto, un reconocimiento parcial. 

    Deben ser hippies de esos. Trabajadores en remoto, algo así dijo la madreMe ha dicho la propietaria de nuestro apartamento que llevan más de tres meses por aquí pero que no conocen ni al tato. Muy ocupados.

    No me parecen hippies dijo el padre. Me parecen otra cosa, pero no sé el qué. Me parecen como franceses.

    La parejita dio por buena la foto y, sin necesidad de mediar palabra, miraron hacia al suelo terroso y empezaron a caminar. En realidad, hacía un buen rato que caminaban así cabezas gachas, velocidad de marcha un poco como si estuvieran en la ciudad y tuvieran prisa. Solo, a veces, cuando les soplaba un viento ligero, parecían recordar qué estaban haciendo, y entonces se soprendían con la forma de una nube, o con el vuelo de un pájaro, pero no lograban identificar ninguna especie. 

    A ese paso acompasado, casi militar, no les fue difícil adelantar nuevamente a la familia en menos de tres minutos. Aquí hubo un saludo solo de mentón, y hasta un cierto tono de burla en la forma en la que la parejita miró a los críos. En cuanto sobrepasaron a todos los miembros, Ricardo y Olaya se dieron cuenta de que tenían flato.

    Mateo, el puto palo, por qué no dejáis ya los palos, por favor, os vais a hacer daño.

    Qué manera de darnos las vacaciones, de verdad. Y pum pum pum y no paran no, no paran, no paran.

    ¿Eso que se oye es la cascada? Será la cascada, sí.

    Pues se escucha poco. Vaya mierda de cascada. ¿De cuánto será? ¿De dos metros?

    Parece más bien un gotera del baño.

    Lo esperaba todo más verde.

    ¿Qué es todo

    No sé, todo. Es como si le faltara un tono, un tono general.

    La cascada, por fin se abrió ante ellos, lo cierto es que la parejita llegó la primera y, al cabo de pocos segundos, lo hizo la familia. La coreografía fue similar en ambos casos: observación ligera de aquello; mirada fulminante, de portal de reseñas. Debido a la sequía, es cierto que la cascada estaba algo más seca y menos exuberante. El padre estimó en metros su altura: Yo creo que son 3 metros de cascada, o un poco más. Luego, se sucedió un reguero de fotos en las pequeñas rocas que poblaban el riachuelo. Fotos que se fueron alternando para que cada uno de los presentes tuviera la suya propia en la que no apareciera nadie más. De algún modo, todos deseaban retratar una sensación de vacío en la inmensidad de un bosque. De cada “sesión”, se hacía una tirada-ráfaga de unas 10 fotos, aproximadamente, así que en menos de 10 minutos, parejita y familia habían acumulado unas 70 fotos en sus respectivos móviles, como poco. Es justo decir que cada vez que hacían una foto se habían permitido mirar mejor la cascada. A veces, descubrían un detalle en una foto, que luego se paraban a ver con detenimiento en su forma analógica. Se habían acostumbrado a vivir así, a usar el zoom de lupa, a la tecnología de mediadora, tomar y luego ver. Había algo de proceso invertido, pero no era ninguna anomalía, ni mucho menos una falla propia de ese grupo específico, era un signo del tiempo en el que vivían. 

    Con el avistamiento de la cascada, dio la sensación que la ruta se había acabado. Aunque Mateo indicó otro caminito al fondo, que los padres ignoraron: se descartó tácitamente la posibilidad de que hubieran otras cascadas no señalizadas, de que hubiera nada. Ricardo y Olaya valoraron por un momento la opción de alargar la ruta para merecerse más la comilona de después no habían sudado suficiente, decían los dos, palpándose brazos y pectorales, pero, al final, echaron cuentas y les salió que también la podían concluir ahí mismo. Hay que tener en cuenta, dijo Ricardo, que todavía queda hacer el camino de vuelta

    Pues bien. Dieron media vuelta y todos esos se enfilaron hacia el lugar por donde habían llegado. Se saludaron nuevamente, ahora con una media sonrisa euforia ligera del lugar de destino y empezaron a caminar. Nunca sabremos quiénes llegaron primero.

  • «Los compuestos que fastidian las hormonas van a aumentar las enfermedades de forma exponencial. Lo peor está por llegar.»

    «Los compuestos que fastidian las hormonas van a aumentar las enfermedades de forma exponencial. Lo peor está por llegar.»

    “Los disruptores endocrinos son compuestos químicos que están en el medioambiente, en alimentos, cosméticos o plásticos y que acceden al organismo de los animales y de los humanos. Una vez dentro, afectan el equilibrio de las hormonas, las hackea”, explica Nicolás Olea en su despacho de la nueva Facultad de Medicina de Granada, a las afueras de la ciudad en un campus dedicado en exclusiva a las Ciencias de la Salud. Ha cambiado el céntrico sótano desde el que durante los 45 años que cumple ahora en la Universidad ha llevado a cabo buena parte de sus investigaciones plasmadas en más de 155 artículos en revistas científicas internacionales y nacionales por una planta 11 de generosas cristaleras desde la que disfruta y fotografía a diario los atardeceres con Sierra Nevada al fondo, como demuestra en un entusiasta scroll por la galería de su móvil. El problema, señala, es que a veces la boina de contaminación que cubre la ciudad le empaña las vistas. 

    Doble guerra declarada contra la nube tóxica cuya incidencia sobre su salud y la de sus vecinos conoce al detalle. Lo que sabe sobre disruptores endocrinos ha condicionado su forma de alimentarse y de cocinar. Tan presentes están en su día a día que incluso a la hora de posar ante la cámara, en vez de “queso”, dice con guasa “bisfenol A”, otro de esos químicos cuya presencia en el cartón, en los tickets del supermercado o en el papel reciclado se ha encargado de denunciar con éxito.

    La observación del entorno natural y los cambios en algunas especies animales a partir de la industrialización han sido el punto de partida para el estudio de los disruptores endocrinos en humanos. ¿Cómo empieza usted a investigarlos?

    Llevaba años estudiando hormonas, pero no sabía nada sobre las hormonas en el medioambiente. En 1992, la zoóloga Theo Colborn nos reunió a varios clínicos durante una conferencia en Wisconsin y nos dijo: “tenemos evidencia seria e importante de afectación hormonal en las especies animales (alteraciones en la reproducción, en la calidad del huevo, en el comportamiento poblacional de las aves, de los mamíferos, caimanes en el Lago Apopka de Florida que no tienen pene, emparejamientos anómalos de especies…). ¿De verdad no pasa nada de esto en humanos?”. Empezamos a tirar del hilo y vinieron las sorpresas. A finales de los años noventa se vio el impacto ambiental de los alquilfenoles, disruptores hormonales presentes, por ejemplo, en los detergentes y en el agua y sedimentos de los ríos. Ya en 1988 se había visto que el nonilfenol, de esta familia, era estrogénico [es decir, afectaba a las hormonas femeninas]. En la Universidad de Granada publicamos que estaba presente en el tejido adiposo [la grasa corporal] de las 20 mujeres de Granada que participaron en un estudio nuestro en 2008. Y en 2019 se estableció el vínculo con el cáncer de mama y se prohibió en Europa; 31 años después de que se viera que es hormonalmente activo. ¿Sabes cuántos casos de cáncer de mama ha habido cada año durante este tiempo en España? 33.000, de los cuales una parte no sabemos si grande o pequeña, está vinculada a esa exposición.

    ¿Por qué esa exposición afecta en mayor manera al sistema hormonal femenino? 

    En primer lugar, porque muchos de los disruptores endocrinos son estrogénicos. En segundo lugar, porque la fisiología de la mujer es completamente diferente: la ciclicidad hormonal, la dependencia de las hormonas durante la vida reproductiva, la menarquia, la menopausia… Es un mundo totalmente distinto y, desafortunadamente, la investigación se ha hecho siempre teniendo como modelo al varón blanco, saludable y rico.

    ¿De qué manera esta brecha de género en la investigación ha condicionado la toma de medidas y la regulación administrativa respecto a los disruptores endocrinos?

    La ha condicionado absolutamente. En el caso de los disruptores endocrinos, la brecha aumenta porque la información sobre toxicidad en mujeres es menor. Para nosotros fue una sorpresa hará unos 10 años cuando, a fuerza de acumular datos y revisarlos junto al estadístico, nos planteamos: ¿y si estratificamos por género? Empezamos a separar el análisis y se nos ponían los vellos de punta, ni las respuestas ni los efectos son los mismos. Y cuando nos dimos cuenta de que mujer, en algunos casos, puede significar maternidad pensamos: “¡Dios mío!”. Las embarazadas se convierten en las mayores transmisoras del riesgo a la descendencia, exponiendo al embrión y al feto. Si los hombres tuvieran a los niños, esto estaría controlado. También ocurre durante la lactancia y la crianza. Tenemos una serie de siete papers sobre contaminantes en la leche materna. No podemos demonizarla porque es el mejor alimento, pero la sociedad no puede seguir permitiendo que las madres estén expuestas a que haya aluminio, cadmio, arsénico, plomo, mercurio o litio en la leche.

    Entonces, ¿los niños y jóvenes son también más vulnerables a los disruptores endocrinos? 

    Sí. La mayor parte de las hormonas ejercen un papel primordial durante la fase embrionaria y fetal. Durante la pubertad se exacerba. Uno de los últimos estudios que he publicado es sobre pesticidas disruptores endocrinos empleados en los cítricos, como el clorpirifós. Este se prohibió el 30 de enero de 2020, pero hasta entonces era campeón en los cítricos e impulsor del adelanto en la pubertad en niñas y niños. La pubertad precoz se está viendo cada vez más, y no sólo influye en ella la alimentación, también la exposición química ambiental.

    CÓCTEL TÓXICO EN EL PLATO

    En abril de 2022, la Comisión Europea lanzó su hoja de ruta sobre la futura legislación de restricciones de sustancias químicas dañinas para la salud y el medioambiente. En ella figuran más de 1.500 disruptores endocrinos cuya regulación o prohibición se prevé completa para 2030. ¿En qué fase estamos?

    Vamos terriblemente tarde. Todo eso se había escrito y aprobado a finales de 2019 para lanzarlo en marzo de 2020. Vino el Covid y se aparcó. Ahora, muy tímidamente, en 2023, intentan rescatarlo. Aunque no todo: van a intentar la prohibición de los pesticidas y el aumento del cultivo agroecológico para 2030 con la estrategia de producción y consumo alimentario “De la Granja a la Mesa” [Farm to Fork]. Pero va tan retrasado que, incluso, 19 países de la Unión Europea –España no– han pedido desmarcarse de esto aduciendo que la guerra de Ucrania está teniendo tales consecuencias en los precios de los fertilizantes y de los pesticidas, que no les permite seguir cultivando sin el uso de esos productos químicos. Europa acaba de ceder en cosas tan llamativas como subir los límites máximos permitidos de pesticidas a lo que se trae de Sudamérica.

    ¿En qué aspectos de nuestra cotidianidad están presentes los disruptores endocrinos y cómo podemos evitarlos?

    En España solamente un 2% de los alimentos que consumimos tiene residuos de pesticidas fuera de la ley. Perfecto. Pero el 40% tiene residuos dentro de la ley y el gran problema es la suma de un residuo más otro. La producción convencional te asegura un aporte de productos químicos, como pesticidas. Frente a eso lo mejor es la producción ecológica. Los criterios de alimentación para todo el mundo tendrían que ser de proximidad, de temporada, no procesados y ecológicos (si tienes acceso). El quinto sería pagar el precio justo por la comida. Deberíamos plantearnos si escatimar en alimentos y después dejarnos la mitad del salario en telefonía móvil es justo. Hoy el presupuesto de una familia española para comida es del 16% de sus ingresos, en 1960 era el 60%. Los sociólogos lo ven como un progreso, pero al final dedicamos más dinero a la hipoteca o a un móvil que a la comida. No puede ser.

    Hay un sesgo de clase en ese sentido: el acceso a lo ultraprocesado es cada vez más barato y lo ecológico, más caro.

    Absolutamente. Hay mucha comida procesada (no ultraprocesada), como buena parte de lo envasado en cristal, que sí es de buena calidad y facilita, por ejemplo, el acceso a legumbres. El ultraprocesado, que es la comida basura, todo lo que el Covid ha potenciado de comida rápida, a domicilio o para llevar es de muy mala calidad y tiene unos precios en algunos casos ridículos. Eso contribuye a la exposición a contaminantes químicos tanto de la comida como del envasado y hace un daño importantísimo a nuestra salud. Si seguimos así, en 2030 el 50% de la población española será obesa o tendrá sobrepeso.

    Tanto por la cuestión medioambiental, como por el acceso a los alimentos, en líneas generales, ¿perjudica más nuestra salud la vida en la ciudad que en el pueblo?

    Probablemente lo más duro de todo en la ciudad sea la exposición ambiental y el acceso a la comida del día a día. En el medio rural se puede acceder más fácilmente a huertos y a producción de proximidad y temporada. Pero en ciudades como Granada, donde la contaminación ambiental está muy vinculada al tráfico y a las condiciones especiales de esta urbe, sin movimiento de aire, este es un problema enorme. Hace 50 años los contaminantes atmosféricos eran otros, ahora mismo los más abundantes son los microplásticos del desgaste de los neumáticos. Acceden a nuestro organismo por vía respiratoria y los tenemos circulando en sangre. Entre los hidrocarburos aromáticos policíclicos derivados de la combustión (HAPs), el plomo de la gasolina hasta hace pocos años y los plásticos, han hecho que el medioambiente urbano sea peligroso. Eso sí, si te vas al pueblo, que sea por encima de los 900 metros de altura, porque la mancha de suciedad llega hasta los 850. 

    En sus intervenciones insiste en el peligro del efecto cóctel. ¿Qué es y por qué lo considera la gran asignatura pendiente en cuanto a regulación?

    En Europa, el análisis y la regulación se centra en los compuestos químicos de manera individual a la hora de establecer sus límites de seguridad. Acota cuál es la cantidad máxima de cada residuo que puede quedar en un tomate o que puede haber en el agua para ese compuesto individual. Pero el tomate pasa por siete tratamientos y, a su vez, forma parte de la ensalada, que es el primer plato del menú del día. A ese efecto combinado se le llama efecto cóctel. La mala noticia es que este no se tiene en consideración para la regulación de los límites de compuestos químicos como contaminantes ambientales, su efecto real no está ensayado. Además, hay combinaciones infinitas entre los diferentes compuestos y de estos con las hormonas. Mientras que eso no se incorpore a la regulación, esta es una pantomima.

    Lleva 45 años investigando sobre los disruptores endocrinos. ¿Cómo ha condicionado su estilo de vida y el de su entorno todo lo que sabe?

    En casa lo hemos ido haciendo muy poco a poco. Hemos procurado quitar el plástico de nuestra vida. En la cocina no hay nada más que cristal. Tiramos las sartenes que eran de plástico y utilizamos mucho el acero para cocinar, se hacen casi todos los fritos y sofritos en la olla express. Los tuppers son de cristal y aunque tengan tapadera de plástico nunca la metemos en el microondas (el plástico ni ahí ni en el fregaplatos; el calor es su mayor enemigo). Todo lo que se compra de conserva es cristal y, siempre que podemos, compramos ecológico. En los supermercados convencionales ya hay unas líneas de ecológico muy grandes. La cosmética está reducidísima, buscamos productos de líneas que entienden de lo que hablamos. Respecto al textil, intentamos buscar algodón, pero ahí hay un problema enorme porque se usan muchos derivados del petróleo. También cumplimos con todas las reglas del reciclaje y separación de materiales esperando que alguien de verdad siga en la segunda parte.

    Muchos de los envasados de esas líneas “eco” de los supermercados que menciona son de cartón. Hace unos cuantos años denunciaba que este y otros materiales reciclados a menudo llevan componentes tóxicos como el bisfenol A (prohibido desde enero de 2023), que se obtienen en los propios procesos de reciclaje.

    El cartón tiene un grave problema: es fundamentalmente un material que viene del reciclado, que incorpora materiales que no estaban en el original. Publicamos hace tiempo la diferencia tan enorme que había entre el papel reciclado y el nuevo. El segundo era casi inerte y el reciclado tenía cosas que había recibido de fases anteriores. En 2007 señalamos la contaminación del papel reciclado con bisfenol A, cinco años después alguien cayó en la cuenta de que en las fábricas de papel reciclado no se está segregando y quitando el papel térmico (rico en este compuesto) que se estaba usando, por ejemplo, en los tickets de caja.

    Reciclar todas las botellas de plástico también es un gasto enorme, a veces este viene recuperado del mar y está altísimamente contaminado porque en su paso ha acumulado hidrocarburos aromáticos policíclicos, que no son solubles en el agua pero sí se pegan al plástico como el petróleo. Eso no puede ser materia prima para nada. En mi libro, Libérate de tóxicos (RBA), hay un capítulo que el editor no quería publicar: Quien recicla mierda, obtiene mierda reciclada. Se están vendiendo abrigos por 300 o 400 € porque indican en su etiqueta que están fabricados con plástico reciclado de 40 botellas PET, lo que no se cuenta es que compran las botellas vírgenes porque sale más barato que recogerlas en tiendas, limpiarlas y procesarlas. Es realmente reciclado, pero nunca ha estado en el mercado. Sin embargo, los envases de vidrio, como las botellas de cerveza, se pueden reutilizar mil veces. La reutilización está siempre antes que el reciclado, es mucho más importante la recuperación de los materiales para una segunda vida.

    Dice que “lo peor está por llegar”, ¿tan mal pinta la cosa? ¿Llegaremos a librarnos de los disruptores hormonales? 

    Lo comentaba en un congreso con ginecólogas y obstetras. Enfermedades como la infertilidad, la endometriosis o los problemas de regla han aumentado de una manera llamativa en los últimos años y desde su campo no hay una explicación plausible para ello. Nosotros sí la tenemos: la exposición química ambiental a compuestos que fastidian las hormonas. La generación de 50 años hacia arriba ha estado expuesta de una forma moderada, pero la gente del siglo XXI lo ha estado desde la fase uterina. Si nuestra hipótesis es cierta, lo peor está por llegar. El aumento de estas enfermedades no va a ser lineal, va a ser exponencial. El cáncer de mama aumenta un 2,4% cada año. No es cuestión de darse por satisfechos porque se vaya consiguiendo más curación, es que no podemos consentir que haya este problema. 

  • El tiempo del lobo

    El tiempo del lobo

    Es verano, y las diez cabras que nutren de leche a la quesería Maín, ubicada en Sotres, en las alturas de los Picos de Europa, pastan en libertad por las vegas monte arriba. Los cabritillos corretean entre mastines de raza leonesa y caucásica, perros fuertes pero ligeros, ideales para vigilar a los animales que se adentran en los numerosos cantiles y desfiladeros que desmenuzan la roca de los Picos. El idílico encanto se romperá al día siguiente, cuando Abel Fernández, el pastor que cuida el rebaño, informe a Jessica López, la dueña de la quesería, de que un cabritillo nacido en primavera ha desaparecido, dejando un rastro de pelaje oscuro. El gesto lacónico de Jessica habla por sí solo mientras toma el móvil para realizar las gestiones pertinentes: la quesera recibe una indemnización de 102 euros por cada cabra que pierde a causa del lobo.

    Caperucita roja. Los tres cerditos. Pedro y el lobo. Niños raptados por salir solos de casa. El lobisome. Más allá de los cuentos y leyendas, hoy en día resulta difícil asustar con la mención de una especie cuya presencia en nuestro país se ha visto arrinconada al noroeste de la península, sobre todo en zonas con escasa presencia humana como los Picos de Europa. Pero si ya no es miedo, lo que sí sigue provocando el lobo es división, enfrentamiento y un feroz debate sobre cuál debe ser la manera de convivir con él. En pleno siglo XXI, el lobo sigue muy presente en nuestra psique colectiva.

    Historia de un país de lobos

    España lleva el lobo en su ADN. La palabra lobo está presente en más de 4.800 topónimos, muchos lo llevamos en nuestros nombres, pues es la raíz etimológica de apellidos como López u Ochoa, y en euskera da nombre al mes de febrero, Otsaila, el mes de los lobos. Aparte de en el lenguaje, su presencia está atestiguada por las numerosas trampas loberas aún existentes en el norte, como las de El Chorco de los lobos, o Caín de Valdeón (León): cercos de estacas con forma de embudo donde los lobos, empujados desde los bosques, eran atrapados y abatidos por los cazadores.

    Estas trampas pasaron a un segundo plano con la popularización de la pólvora a comienzos del siglo XX, iniciándose la aniquilación sistemática, a imitación de la que ya se había producido en los países más industrializados de Europa, de cualquier población lobuna. Una situación que agravó aún más la conocida como Ley de Alimañas franquista de 1953, que lo calificaba como “animal dañino” y bajo la que se estima que perecieron 2.000 lobos tan solo en sus primeros 5 años de aplicación. A mediados del siglo XX, la presencia del lobo en nuestro país se veía reducida a quince manadas en los montes de Zamora, Galicia, y la vertiente astur-leonesa de los Picos de Europa.

    El giro de guión que permitió al lobo ibérico esquivar la extinción se produjo en los años 70, cuando tan solo quedaban unos 200 ejemplares en todo el país. Félix Rodríguez de la Fuente y su serie El Hombre y la Tierra lo mostraron como un sofisticado animal social y no como una amenaza, logrando cambiar la percepción de gran parte de una sociedad cada vez más urbana y menos rural. Este cambio de conciencia, que iba en línea con el que se estaba produciendo a nivel internacional, se vio reflejado legislativamente con la inclusión de la especie en la Ley de Caza de 1970, por la que se regulaban los métodos de caza, las vedas y las sanciones. Desde comienzos del presente siglo, las Comunidades han ido desarrollando sus respectivos Planes de Gestión del Lobo, que permitían aplicar un control poblacional (es decir, cazar un número de individuos que no ponga en riesgo la supervivencia de la manada) en base a los censos de población y las notificaciones de ataques al ganado de cada región.

    Pero estos planes quedaron anulados en la práctica el 21 de septiembre pasado con la Orden TED/980/2021 del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. Esta incluye en el listado Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial (LESPRE) a todas las poblaciones de Canis lupus, no solo a las existentes al sur del Duero como ocurría hasta ahora. De esta manera, el lobo pierde su condición de especie cinegética y queda prohibida su caza en el conjunto del Estado.

    Un nuevo cuento

    La Orden Ministerial nace a partir de una petición administrativa reglada de la Asociación para la Conservación y Estudio del Lobo Ibérico (ASCEL), que solicitaba que se incluyese a todas las poblaciones del lobo en la categoría de “vulnerable” del Catálogo Español de Especies Amenazadas (donde gozaría de políticas de conservación proactivas) o, en su defecto, en el LESPRE. Esto último es lo que finalmente recomendó el Comité Científico de Flora y Fauna dependiente del Ministerio, y lo que aprobó la Comisión Estatal para el Patrimonio Natural y la Biodiversidad, en la que participan los directores generales de las comunidades autónomas, en una reñida votación en la que hubo 9 votos a favor y 8 en contra.

    Nada más conocerse el resultado de la votación, los gobiernos autonómicos de Asturias (gobernada por el PSOE), Cantabria (Partido Regionalista Cántabro), Castilla y León (PP y Ciudadanos) y Galicia (PP), regiones donde habita el 95% de la especie, dejaron a un lado sus diferencias políticas y rechazaron la medida, alegando la defensa del sector primario, y amenazan con acudir a los tribunales por lo que entienden que es una “invasión de competencias exclusivas que impide la gestión de la conservación y la población”. La diferencia de posiciones es tal que hasta dentro de un mismo Gobierno, como es el de Aragón, el presidente Javier Lambán (PSOE), desautorizó el voto positivo de la dirección general del Medio Natural de su comunidad, gestionada por Podemos. El propio Ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Luis Planas, declaró no estar de acuerdo con la medida. “Comparto la preocupación de los ganaderos y como ministro suyo, estoy a su lado”.

    Las cuatro comunidades del noroeste argumentan que el lobo está en recuperación y no es necesario protegerlo más. Según los censos efectuados por las regiones hasta el 2018, el número de sus manadas ha llegado a doblarse respecto a las registradas en la primera década del presente siglo. Por ejemplo, en Castilla y León, la comunidad que reúne a la mayor población, los 1.100 ejemplares censados en 1986 han crecido hasta los 1.600 registrados en 2013. Un crecimiento que los ganaderos relacionan directamente con una mayor incidencia de ataques al ganado: en Galicia, los avisos de ganaderos por ataques al ganado han pasado de 691 (2010) a 1.303 (2020), una tendencia ascendente común a las otras regiones.

    La guerra de los números

    Mario Sáenz de Buruaga, director científico del censo del lobo en Castilla y León, Cantabria, La Rioja y País Vasco, estimaba en una entrevista a La Gaceta de Salamanca un aumento de las manadas en torno a un 18% en los últimos 15 años, y opinaba que el lobo se encuentra muy lejos de estar en peligro de extinción: “Mal puede defenderse que la caza supone ahora una amenaza para los lobos cuando el incremento aludido donde más se observa es en Castilla y León, donde es especie cinegética al norte del Duero”.

    Pero estas cifras que manejan las comunidades del noroeste no cuentan con un respaldo único de la comunidad científica. Ángel Manuel Sánchez, profesor honorífico del departamento de Ciencias de la Vida de la Universidad de Alcalá de Henares y director del programa Voluntariado Nacional para el Censo del Lobo Ibérico, surgido en 2016 como alternativa a los recuentos oficiales, afirma que los datos de los últimos censos están “sobredimensionados”. “Los datos sobre la cantidad de lobos por manada, que nosotros valoramos entre 3 y 5 ejemplares, están basados en nuestras observaciones con cámaras de fototrampeo [y] son más cercanas a las establecidas por el censo del ICONA allá por 1988. Por eso no podemos estar más en desacuerdo con los 8-10 ejemplares que plantea el censo de Mario Saénz de Buruaga”. Un desajuste que de ser cierto reduciría a la mitad el número real de ejemplares frente al estimado por las administraciones.

    En términos similares se expresa Ignacio Martínez Fernández, presidente de ASCEL, la organización impulsora de la orden ministerial. En declaraciones a SALVAJE, critica que “los censos deben hacerse de poblaciones, bajo unos criterios rigurosos y empleando tiempo y dinero, y los dos únicos censos que se han realizado con esas condiciones en nuestro país están separados 26 años en el tiempo, y ambos dan el mismo número de grupos. ¿Eso es una mejoría? El lobo no ha mejorado, el lobo sigue estando igual de mal porque los Planes de Gestión impiden su desarrollo”. Martínez también cuestiona el ámbito regional de los censos que realizan las Comunidades, pues “no tiene sentido hacer un censo sobre una parte de la población, porque pueden estar contando varias veces las mismas manadas según entran y salen de sus límites administrativos. Ni siquiera un censo nacional es perfecto, ya que habría que hacerlo junto a Portugal, para medir todas las poblaciones de la Península”.

    Para Javier Talegón, biólogo que ha participado en diferentes proyectos de diagnósticos de las poblaciones del lobo, “si comparáramos con un puzle la situación demográfica de nuestros lobos entre 1988 y la actualidad, tendríamos las mismas piezas, pero movidas de posición. Es cierto que desde los últimos 20 años los lobos han colonizado de forma natural territorios de Ávila y Madrid, pero también han desaparecido en la Sierra de San Pedro, en Sierra Morena y se han rarificado o reducido en los últimos años en Burgos, Valladolid o son muy escasos en Salamanca. No debemos ni podemos pensar en aumento poblacional global”. Talegón también opina que “hay que valorar una cuestión que siempre se nos olvida para interpretar las tendencias de los lobos en Iberia, y es su presencia histórica: los lobos ocupaban toda la península a finales del siglo XIX y actualmente, se distribuyen en tan solo en unos de 150.000 km2.

    Sobre la extensión que ocupa el lobo también incide Ignacio Martínez de ASCEL. “A los Pirineos están llegando lobos italianos, y sin embargo no están llegando lobos del noroeste español. Esta realidad, la de que la población es tan pequeña que no puede expandirse, no se corresponde con lo que se pregona desde las Comunidades”. Por ello, para ASCEL la Orden Ministerial se queda corta y van a seguir trabajando para que el Canis lupus se incluya en el Catálogo Español de Especies Amenazadas y de esta manera su conservación sea objeto de medidas proactivas. “El lobo es nuestro superdepredador, nunca va a haber sobrepoblación. En un grupo solo reproduce una pareja, y el resto se inhibe. Ahora mismo su viabilidad está cuestionada por problemas de diversidad genética, y por eso necesitamos que se expanda”.

    Ponerle vallas al campo

    Marta García, propietaria de la Ganadería Val de Mazo y diputada por Ciudadanos en el Parlamento de Cantabria, tiene clara su vocación: “Es un oficio tan duro como satisfactorio”, nos dice, “pero cada vez que se ataca a nuestros animales se produce un atentado contra nuestra libertad de poder trabajar dignamente y libremente”. Tanto García en Soba como Abel Fernández y Jessica López en Sotres acaban sus jornadas sin saber qué encontrarán en el monte al día siguiente. Sus ganados pasan la noche protegidos por mastines y, en el caso de Abel, su propio cayado.

    Marta y Abel creen que los mastines, aunque efectivos, no son suficientes: “necesitaría diez perros para proteger eficazmente un solo rebaño. Y me cuesta lo mismo alimentar a diez mastines que asumir que, a lo largo del año, voy a perder cinco cabras por ataques de llobu”, reconoce, taciturno, Abel Fernández. A lo que Jessica añade “y entonces, el monte estaría lleno de perros, y los turistas no pasearían tan tranquilos”. Marta García resume su posición: “no queremos la extinción del lobo ibérico. Queremos garantizar la conservación de la especie a través de los Planes de Gestión: lobo sí, pero con una población controlada”.

    Las grandes agrupaciones agrarias sostienen una postura similar, y vinculan la posibilidad de matar lobos con la supervivencia de la ganadería y el propio medio rural. Según Joaquín Antonio Pino, el presidente de ASAJA en Ávila, “el ministerio vive en otra realidad. Si se quiere luchar contra la despoblación hay que defender al ganadero, así se está expulsando a la poca gente que queda en los pueblos”, declaró a El País.

    A pesar de todo, la postura de los ganaderos no es monolítica. Son varios los ganaderos y proyectos que apuestan por una adaptación del hombre al lobo, y no al revés, con la adopción de medidas preventivas como el uso de mastines, cercados y vallas o pastores eléctricos y cambios en el manejo. Según el proyecto Life COEX realizado entre 2004 y 2008, en el que se donaron 75 mastines, 30 vallas eléctricas y 15 cercados fijos en una zona recién recolonizada por el lobo en las provincias de Salamanca, Ávila y Segovia, la aplicación de estos métodos demostró reducciones en el número de cabezas muertas o heridas de un 61% en el caso de los mastines, un 99,9% para las vallas eléctricas y un 100% para los cercados fijos. Una década después, el 92% de los ganaderos se mostraron satisfechos o muy satisfechos con los métodos usados.

    Javier Arroyo, ganadero de 33 años que gestiona 50 vacas adultas, 20 terneros y 650 ovejas con la ayuda de cinco mastines en Cortos, en la provincia de Ávila, reconoce que el lobo “por supuesto es un problema para el ganado”, pero también tiene claro que “forma parte del entorno, ha llegado para quedarse y tenemos que vivir con él”. Javier hace uso de localizadores GPS, agrupa los partos en una misma época para que las madres defiendan a las crías juntas, y ha instalado pastores eléctricos en sus pastos. “Con el lobo, el pastor eléctrico no es muy efectivo porque se puede colar entre los cables, pero así evito que las vacas se desperdiguen, lo que implicaría un mayor peligro, y puedo gestionar los pastos”, aclara en una entrevista para El País. Este ingeniero agrícola cree que la despoblación del medio rural no se puede achacar a los ataques del lobo, porque es un fenómeno que “pasa en cualquier lugar, haya o no lobo”, y defiende que es una especie que “controla los ecosistemas”, porque al cazar jabalíes, cabras y ciervos enfermos corta la expansión de la brucelosis, la sarna o la tuberculosis, que se transmiten al ganado. “Y eso no lo hace la caza”.

    Para Ignacio Martínez de ASCEL, “la cuestión de fondo es que si alguien cuida del ganado no hay daños”, y cree que “es obligación del Gobierno de España proteger al lobo, y si con ello se pierden votos, habrá que explicar mejor las cosas”. Según Martínez, se trata de priorizar “lo público sobre lo privado. La protección de la biodiversidad es una prioridad constitucional, como viene reflejado en el artículo 45, cosa que no es la ganadería. Las ayudas de la PAC están condicionadas a la conservación de la biodiversidad, por lo que quien quiera cobrarlas no puede estar atentando contra estas directivas claves de la UE”.

    El valor de un lobo

    El director de conservación de WWF, Luis Suárez, calificó de “hecho histórico” la inclusión del lobo en el LESPRE, y espera que con ello “se ponga en valor todos los beneficios que esta especie aporta a los ecosistemas y a la sociedad para primar su conservación y apostar por medidas para la coexistencia». Estos servicios ecosistémicos a los que se refiere Suárez están recogidos en el documento Lo que el lobo nos da publicado por WWF. Como depredador de la cúspide de la cadena trófica, el lobo es un regulador de ecosistemas, y cuando desaparece se producen desequilibrios y las poblaciones de sus presas crecen descontroladas. Entre los servicios lobunos que el documento cita están la eliminación de otras especies que causan muertes y lesiones a humanos y ganado, como los perros asilvestrados; la fijación de CO2, limitando el número de herbívoros y permitiendo la recuperación forestal; el aumento de la diversidad de carroñeros que se aprovechan de los restos de sus presas; e incluso algunos beneficios directos para los agricultores, como el aumento de la producción agrícola mediante el control de las especies de herbívoros que dañan los cultivos o la ya citada prevención de la expansión de enfermedades para el ganado.

    WWF también defiende el potencial económico directo del lobo, por ejemplo para el turismo rural. Para Javier Talegón, que dirige el centro de ecoturismo y educación ambiental Llobu en la Sierra de la Culebra, los números no dan lugar a dudas. “De acuerdo a un estudio del Gobierno de España realizado en 2016 y publicado en 2017, el turismo asociado a la observación directa de esta especie en la Sierra de la Culebra generaba 1,8 millones de euros en la zona y movilizaba a unas 3.100 personas cada año. En el mismo territorio y hasta la prohibición de la caza de esta especie, el aprovechamiento cinegético anual de unos 10 lobos atraía a la zona a unos 10 cazadores que pernoctaban menos de cuatro días en la zona y que generaban, a lo alto y globalmente, menos de 50.000 euros al año. La desproporción era enorme”.

    La propia convivencia de ganadería y cánidos puede representar un activo de marketing. Rosa González y Alberto Fernández gestionan la explotación ovina Pastando con lobos, en Sanabria, Zamora, en una comarca lobera por excelencia. “Somos conscientes de que el lobo tiene que estar ahí. Obviamente, para nosotros sería más fácil y barato si no hubiera lobos, pero eso no es negociable, así que decidimos verlo desde el lado bueno y aprovecharlo al máximo”. Así que decidieron hacer de la necesidad virtud, y por eso certifican que sus corderos se han criado en un entorno respetuoso con el lobo gracias a las medidas preventivas que han adoptado, como guardar sus 1.000 ovejas cada noche o estar siempre junto al ganado cuando pastorea. Pastando con lobos cuenta con el respaldo de organizaciones como la propia WWF o GREFA, y creen que “con la ayuda de la Administración para afrontar las medidas de prevención, definitivamente el lobo puede ser un activo para nuestros negocios”.

    Sin embargo, quizás estas iniciativas pioneras no sean suficientes para cambiar la percepción de que el lobo tiene un impacto económico negativo en la sociedad y supone un clavo más en el ataúd del sector ganadero. La adopción de medidas preventivas suponen una inversión costosa, y el 55% de los usuarios del proyecto Life COEX anteriormente mencionado reclaman ayudas públicas para poder adoptarlas. A nivel de indemnizaciones, la Junta de Castilla y León abonó 4,6 millones de euros por daños a los ganaderos en el periodo 2015 a 2019, y la Xunta de Galicia 1,7 millones entre 2016 y 2019. A estos costes hay que añadir los beneficios por permisos de caza que se van a dejar de ingresar. Según el responsable zamorano de la Federación Española de Caza, José Antonio Prada, “cazar cada ejemplar de lobo cuesta unos 6.000 euros”, que multiplicada por varios ejemplares representa una cantidad muy importante para los pequeños ayuntamientos de estas comarcas despobladas.

    Buscando un consenso

    “Yo creo que existen muy pocos ganaderos que estén en contra de la existencia del lobo, pero en este conflicto los posicionamientos y discursos más extremos, los que no reconocen ni respetan a la otra parte, son los más dominantes en las redes y los medios, y hacen que cada vez sean mayores las diferencias”, opina Julio Majadas, de la Fundación Entretantos, responsable del proyecto Grupo Campo Grande, una iniciativa surgida en 2016 que trata de abordar el conflicto socioambiental. El ruido mediático, los intereses electoralistas y la naturaleza polemista de las redes sociales, entre otros factores, hacen que las diferentes posturas alrededor del lobo se encuentren cada vez más enconadas y enfrentadas, lo cual dificulta la búsqueda de soluciones. Tras un primer análisis sobre la percepción social del conflicto, que confirmó que el control de las poblaciones de lobos era uno de los debates que más diferencias genera, decidieron crear el Grupo y abordarlo desde una perspectiva de mediación social.

    A través de entrevistas con agentes representativos de los diferentes sectores, como ganaderos, conservacionistas, científicos o académicos, se trabajó acerca los diferentes discursos y tópicos utilizados en el debate, y se definieron los argumentos y las líneas rojas que bloquean los acuerdos. “A través de técnicas de mediación social investigamos si era posible acercar posturas, y de ese trabajo surge la Declaración del Grupo Campo Grande”, un documento de acuerdos sobre la situación del conflicto, sus causas y algunas propuestas para rebajarlo. “El Grupo ha sido un ejemplo clarísimo de personas que llegaban con ideas preconcebidas sobre los argumentos de la otra parte, y desde el diálogo han ido comprendiendo, empatizando y respetando otros posicionamientos”. Para Majadas, si se pretende llegar a acuerdos, deben existir espacios de cesión por parte de todos los sectores que posibiliten llegar a un escenario de futuro compartido.

    “Una de las conclusiones a las que se ha llegado en el Grupo es que las medidas preventivas son necesarias, pero también que no siempre son tan eficaces o viables. Por ejemplo, en Asturias, si nos encontramos en un sistema extensivo donde una vaca pasta bajo bosque y en montaña, ¿cómo puedes hacer prevención con mastines? Si estás en un sistema donde por la insolación de verano el ganado no puede pastar de día, ¿tiene sentido encerrar entonces al ganado por la noche?”. El biólogo cree que hay que buscar alternativas para la convivencia e innovar tecnológica y socialmente, pero sobre todo enfocarlo a que la convivencia de la ganadería y el lobo no recaiga sobre el ganadero y le suponga un sobreesfuerzo o tenga un mayor coste. “Si la ganadería extensiva aporta servicios ambientales, y queremos mejorar la convivencia, hay que apostar por otras líneas de trabajo ya que parece que ahora mismo no todas las soluciones de prevención funcionan siempre”.

    Otra de las conclusiones del equipo dinamizador del Grupo Campo Grande es la de la necesidad de una mayor transparencia y participación por parte de la Administración. “El que no haya información accesible y procesos más transparentes y participativos agrava el conflicto. Si se está haciendo un Plan de Gestión, es necesario abrirlo a la participación de las personas afectadas y mejorar los aspectos de gobernanza, e introducir en esta planificación a los usuarios del medio, ya sean ganaderos, conservacionistas o asociaciones rurales”.

    Mientras iniciativas como el Grupo Campo Grande intentan buscar el entendimiento entre los sectores enfrentados de un debate que la orden ministerial ha azuzado aún más, parece que el conflicto ya no se limita a la convivencia entre humanos y cánidos, sino que se ha extendido al seno de la propia especie humana. Y quizás no es algo que deba sorprendernos. Al fin y al cabo, ya lo decían los romanos, habitantes de una ciudad cuyo fundador fue amamantado por una loba: homo homini lupus. El hombre es un lobo para el hombre.