Categoría: Ensayo

  • Buenas noches, amigos

    Buenas noches, amigos

    Personalmente, tengo la suerte de no tener que hacer ninguna de las cosas anteriores. Cuando me preguntan a qué me dedico, respondo que soy guionista (y es verdad, estoy dada de alta en la seguridad social y todo), pero la realidad es que lo que me paga las facturas y el alquiler es tener un podcast. Lo de guionista lo digo porque en esta vida hay que ser misteriosa y llevar un perfil bajo, y además tener un podcast ya no mola nada, la gente no sabe pronunciarlo bien y es el equivalente a decir en 2014 que eras hipster. Aparte de ser misteriosa y llevar un perfil bajo  también le tengo un miedo atroz a la escasez y al inminente colapso económico, así que de momento sigo dedicándome a esto para que cuando lleguen me pillen con el máximo de años cotizados y el LinkedIn en regla.

    Volviendo a lo que decía al principio, suelo salir de la oficina sobre las 18h, lo que significa que durante la mayor parte del calendario laboral a esa hora ya es casi de noche y el cuerpo solo te pide llegar a casa, aunque todavía no hayas ido al gimnasio, hecho la compra ni echado con tu colega ese café que habíais tardado dos semanas en agendar. Pero está oscuro y hace rasca, así que tiras para tu casa con el portátil dentro de la bolsa del gimnasio, pensando en que todavía puedes estirar un poco más el papel higiénico (en un apuro puedes utilizar el de cocina) y en mandarle un WhatsApp a tu amigo diciéndole que al final hoy no vas a poder quedar. Es posible (es probable) que incluso te lo agradezca, porque son las 18:22 de un miércoles de noviembre para todo el mundo, no sólo para ti.

    Porque si fueran las 18:22 de un miércoles de mayo otro gallo cantaría. Si fuese mayo podrías hasta llegar a pensar que las 16 horas del día que no le estás dando a una empresa están disponibles para tu uso y disfrute, y que no estás obligada a concentrar tu vida privada en sábados y domingos por la mañana, porque el resto de la semana también está permitido coexistir con tu entorno y tus similares.

    Y, por favor, que no se me malinterprete: soy perfectamente consciente de que la (in)conciliación no entiende de estaciones, que el verano no acaba con el yugo del trabajo asalariado y que haya luz solar a las 21h no hace que se apruebe la reducción de jornada laboral sin merma salarial. Estoy hablando de una cuestión circadiana, inclusive de cortisol; de que, en un mundo en el que trabajar más de 40 horas semanales es el mal de muchos, que te dé el sol en la cara al salir del curro es consuelo de tontos.

    Es sorprendente lo fácil que es pensar en el fin del mundo cuando está oscuro y hace frío, como también es sorprendente que todavía no hayamos salido a las barricadas ante la decisión de que el último domingo de octubre nuestras vidas deben empeorar por decreto. Un año más, el paso al horario de invierno nos coge por sorpresa, y a pesar de tener seis meses para organizarnos nos ha vuelto a pillar el toro. De nuevo hemos caído en la trampa de creer que el hedonismo, tender al aire y cenar de día eran eternos. Estamos condenados –entre otras muchas cosas– al proceso administrativo que es el cambio de hora y a la idea enloquecedora de que durante la mitad del año debemos vivir de noche. 

    Siendo una persona profundamente sensata, capaz de comprender al 98% por qué no se pueden imprimir más billetes para salir de la crisis económica, se me escapa en qué momento decidimos vivir miserablemente en contra de nuestros biorritmos. Los horarios son una de esas cosas que no existen en la naturaleza, que nos hemos inventado –como el capitalismo– y que, a la larga, han acabado jodiendo la marrana más que ayudando –como el capitalismo–. Acabar doblegados ante conceptos abstractos demuestra que evolutivamente hablando no somos el lápiz más afilado del estuche. Normal que exista tanto pavor hacia la rebelión de las máquinas: si los constructos sociales provocan tanto caos, qué no podría hacer algo hecho de hierro y cables. 

    Los humanos somos animales diurnos: la noche no nos confunde, la noche nos atonta. Vivir en la oscuridad no hace más que acentuar una desconexión con el entorno cada vez más pulsante; nos perdemos en los no-lugares de Augé y nos comen los hombres grises de Ende. En la truculencia del invierno, los círculos de amigos pasan a ser rectas secantes: eventualmente nos cruzaremos por la calle, quizás nos veamos en algún cumpleaños, a lo mejor nos hablamos para ir a un concierto… Haremos tiempo hasta que pase el frío y nos apetezca otra vez ser algo más que productivos, y no nos lo tendremos en cuenta porque sabemos que esto es lo que hay

    Y si el invierno se hace largo, seguiremos teniéndonos cariño, ese cariño de solera que se tienen los amigos que se lo pasaron tan bien juntos que ahora sólo hablan de lo bien que se lo pasaron, contándose las historias como si fueran nietos y abuelos a la vez, mientras afuera la incipiente tónica individualista hará cada vez más largo el invierno y más oscura la noche. Primero con cosas pequeñas de las que, al fin y al cabo, no tenemos que encargarnos nosotros, porque bastante tenemos con lo nuestro, ¿no? Y luego con otras un poco más serias, como perder el sentimiento de comunidad, olvidarnos poco a poco de quiénes somos o incluso llegar a pensar que somos otros. Así hasta que tengamos tanto frío y estemos tan cansados que no nos podamos mover, y no nos quede otra que mirar cómo aquello que nos parecía del pasado –reaccionario y oportunista– coacciona, adormece, inmoviliza y suprime lo que pensábamos que sería el futuro.

    Porque si seguimos mirando a otro lado, se terminarán los lados a los que mirar.

    Hasta entonces, buenas noches, amigos.

  • Cosas distintas, cosas mejores

    Cosas distintas, cosas mejores

    Opción a) Trabajo desde casa y no tengo nadie que cocine para mí a mediodía.

    Opción b) Aunque podría ponerme a cocinar para toda la semana, algunas tardes tengo pilates, porque mi espalda se resiente tras ocho horas sentada frente al ordenador. Otra tarde tengo terapia, porque mi cabeza se resiente tras estar ocho horas sentada frente al ordenador. Y, el resto de tardes, cuando no estoy trabajando para que mi cuerpo y mi mente puedan seguir trabajando, me gusta tomármelas para mí. “Tomármelas para mí”, digo con la boca pequeñita, como si fuera una osadía permitirme sentir que las tardes son mías y apropiarme de ellas con total libertad para hacer cosas fuera del marco obligatorio de la productividad y el consumo capitalista. Hablo de charlar con mi novio, quedar con un amigo, dar un paseo alrededor del lago de Casa de Campo, leer tirada en el sofá. Esas “cosas de la vida que no cuestan dinero”, que en todos los sobrecitos de azúcar te dicen que son las mejores.

    Opción c) Quizás pida a domicilio una vez más y pague a una empresa que detesto para que le pague una miseria a un trabajador al que pido disculpas con los ojos pero jamás con la boca cuando llega el pedido. Quizás no. Mejor que no. A “uno de estos días” no quiero añadirle también el sentimiento de culpa.

    Quizás lo que haga sea picar cualquier cosa de pie en la cocina, un hummus con regañás y unas cuñitas de queso con anchoas, apoyada en la encimera, con la mente en un blanco del color de los azulejos que me quedo mirando como una vaca cuando pasa un tren.

    Y esto es tan solo un martes.

    Pero tiene que haber otra vida, ¿no? Una vida donde los martes no sean una cosa que quitarse de encima cuanto antes. No dejo de pensarlo. Estoy obsesionada con ese pensamiento. Tiene que haber algo más porque esto no puede ser así siempre. Algo mejor. Algo distinto. “La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado”, leí una vez en un titular de El País que no consigo olvidar. La frase la pronuncia el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, codirector de la Fundación Atapuerca y director del Museo de la Evolución Humana de Burgos. Pregunta el periodista: “En el fondo, conocer nuestro pasado nos ayuda a entender nuestro presente, ¿no cree?” y él responde: “Sí, y nos hace más felices, espero. Aprendemos, disfrutamos, vivimos otras vidas. Yo siempre digo que la vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado. Eso no puede ser. Esa vida no es humana. Tiene que haber algo más pero aquí, en esta vida. Y esa otra cosa se llama cultura. Es la música, la poesía, la naturaleza, la belleza… Es lo que hay que apreciar y disfrutar porque, si no, esto es una mierda”. Y el periodista razona: “Nuestros antepasados seguramente sabían apreciar mejor la vida…”. Y la persona convertida en mi persona favorita del planeta, responde: “Hombre, claro. No trabajaban toda la semana ni iban el sábado al supermercado”.

    Voy a los libros en busca de consuelo porque no creo en Dios. Ojalá tener fe. Ojalá ser una de esas personas espirituales que no tienen una arruga constante en el entrecejo. Ellos saben que hay algo más en otra vida, pero yo siempre he sido una persona impaciente y lo quiero ya y lo quiero en esta. A falta de Dios me encuentro con Vivian Gornick, que tampoco está mal. Leo en Mirarse de frente lo que le sucede una mañana, cuando trabajaba de camarera en un hotel en las montañas: “Una mañana a las siete, mientras iba de los barracones a la puerta de la cocina, me paré a oler el aire en medio del gran césped del hotel. El momento fue precioso: diáfano y sensual. Sepultado bajo el frescor de la mañana, acechaba el calor creciente que se iría extendiendo hora a hora por el erótico día estival. Sentí un pinchazo en el corazón. ¡Había otras formas de pasar el día! Otras vidas que vivir, otras personas que ser”. Pienso en todas las Vivian Gornicks a las que veo a través de mi balcón, camino del trabajo, deslumbrándose con el primer sol de la mañana y seguramente el último que disfruten sobre el rostro cuando impongan el horario de invierno, las veo mirando alrededor sin ver, justo antes de sumergirse en las profundidades del metro. Pienso en las Gornick que salen solas a comer cuando están en la oficina, apropiándose de esa hora como yo me apropio de mis tardes, y se comen lo que hay en su tupper y se quedan un buen rato sentadas en un banco disfrutando del solecito. Pienso en las Gornick que, de pronto, levantan la mirada del ordenador para descansar la vista y se asombran porque se ha hecho de noche.

    A mi alrededor todo el mundo está cansado. Todos mis amigos están hartos. Todos repiten constantemente aquello de no puc més. Nos quejamos en grupos de WhatsApp y en audios larguísimos y fantaseamos con irnos todos a vivir a las montañas. Nos pasamos artículos sobre la Generación Quemada y yo pienso que debería llamarse La Generación A La Que Han Quemado. Nos pasamos artículos sobre The Great Resignation (La Gran Renuncia), un fenómeno que se empieza a dar en Estados Unidos que consiste en un abandono masivo y voluntario de los trabajos actuales. Aparentemente la pandemia y el trabajo en remoto ha sido el gran catalizador de estas renuncias masivas, cuando la gente se ha replanteado qué coño está haciendo con sus vidas. Buscan algo distinto. Algo mejor.

    Miro el cielo azul en esta tarde soleada de otoño mientras os escribo esta carta y pienso en cómo terminarla de una forma más o menos optimista al tiempo que caigo en la cuenta de que los días van a ser cada vez más cortos. Bueno, y qué. Lloverá más o lloverá menos. Y mientras buscamos soluciones agarraremos el paraguas para salir a la calle porque, al menos, quedan las risas, las amigas, los vinos y los encurtidos buenos. Y Vivian Gornick, claro. Cuenta Gornick que fue al funeral de una amiga suya a la que nunca había llegado a comprender del todo y otra persona que había conocido a la difunta durante 30 años dijo las siguientes palabras:

    “Tenía dos historias que siempre repetía, una y otra vez. En una, una mujer se cae de un transatlántico, horas después la echan en falta y la tripulación da media vuelta al barco y regresan a por ella. La encuentran porque sigue nadando. En la otra, un joven decide suicidarse, salta de un puente muy alto, cambia de opinión en plena caída, endereza el cuerpo para zambullirse y sobrevive. Siempre que podía Rhoda encontraba la ocasión para contármelas como si yo no las supiera. A veces parecía que ni ella las hubiera oído antes. Probablemente eso diga mucho más sobre su vida que cualquier otra cosa. La desesperación, el aburrimiento, la soledad. Para ella todo se traducía en: nuestra especie está condenada, se autodestruirá, pero hay que seguir nadando”.

    Hay que seguir nadando.

  • La mirada de Jenofonte sobre la España vacía

    La mirada de Jenofonte sobre la España vacía

    Al cruzar las llanuras de lo que hoy es Irak, el Kurdistán, Armenia y Turquía se encontraron con unas ciudades en ruinas fabulosas, mayores que cualquier ciudad griega o persa conocida. Verdaderas metrópolis desoladas que se pudrían al sol del desierto, cuya arena iba cubriendo los templos, las casas y las murallas. Entre ellas una colosal, que él llamó Mespila. Hoy sabemos que era Nínive, la capital del Imperio Asirio, una civilización desaparecida 200 años antes de que los Diez Mil acampasen en sus ruinas y de cuya existencia e historia Jenofonte no sabía nada. 

    Todo esto se cuenta en la Anábasis, la gran novela de Jenofonte que seguimos leyendo hoy con la misma emoción que cualquier relato de aventuras, pero es rara en su género: una cosa es tropezarse con civilizaciones exóticas y desconocidas (de eso va Star Trek), y otra muy distinta contemplar los restos de una civilización mucho más poderosa y apabullante que la tuya y de la que no sabes absolutamente nada. Para nosotros, que podemos resolver cualquier duda echando mano del teléfono que llevamos en el bolsillo, el desconcierto de Jenofonte es incomprensible. Los ejércitos de la Antigüedad avanzaban por territorios sin mapa, guiados por las estrellas y el sol, y cualquier cosa que apareciera por delante era siempre una sorpresa. No había satélites ni cartografía ni servicio de inteligencia que les previniesen sobre lo que tenían delante. Por eso nos extraña que la Anábasis no dé demasiada importancia a aquellas ruinas, pero es que aquellos griegos no podían dársela: lo inverosímil entraba siempre dentro de lo esperable, y asombrarse demasiado implicaba dar ventaja a los perseguidores.

    Un forastero

    Me habría gustado explotar más el arquetipo de Jenofonte cuando escribí La España vacía. Actualizar y estilizar su mirada sobre todos los pueblos abandonados y menguantes de la Iberia sin mar. A los escritores nos gusta mucho la exageración, es nuestra herramienta de trabajo principal, y tal vez si hubiera utilizado la Anábasis como referencia (salvando las distancias entre los pueblecitos serranos y la inabarcable Nínive, porque la exageración funciona bien cuando se conocen sus límites), el efecto que buscaba se habría logrado con una contundencia mayor. Sobre todo porque quienes llevan décadas dándole vueltas a esto de la despoblación están acostumbrados al tono menor, a la pincelada etnográfica, al hipido nostálgico y a la égloga pastoril. La mirada ruda y épica de un mercenario hoplita habría supuesto una sacudida agradecida y necesaria a un discurso marchito que no daba más de sí.

    En parte, sin citarlo, me comporté un poco como Jenofonte. A decir de algunos me metí donde nadie me había llamado. ¿Por qué diablos un forastero, un periodista señorito de ciudad que no distingue la parra de la hiedra, ni la encina del olivo, viene a reflexionar sobre el campo, su abandono y otras cosas que no le importan? Si se ha llegado al delirio de prohibir a actores de una etnia o país interpretar a personajes de otras, mi libro se arriesgaba desde el título a ser condenado por apropiacionismo cultural. De la despoblación solo tienen derecho a escribir los propios despoblados y los académicos de los departamentos de geografía de las universidades. 

    Como Jenofonte, yo era un forastero. No dirigía un ejército invasor ni me recibían a pedradas en los pueblos, pero sí buscaba preservar una mirada extraña, la mía. Me esforcé por asombrarme, ya que a mí no me perseguían los persas y tenía tiempo para contemplar las ruinas y reflexionar sobre ellas. Me asomaba a un mundo familiar (yo también tengo raíces familiares profundas en la España vacía, incluso recuerdos vívidos de infancia) y a la vez exótico: aquella cultura campesina impregnaba todo, pero al mismo tiempo era tan extraña como lo eran para Jenofonte las ciudades asirias destruidas 200 años antes. 

    Si el libro prendió como lo hizo fue porque muchos españoles compartían ese pasmo. Tras décadas de ignorar un rasgo clave de la cultura nacional, entretenidos como estábamos en ser europeos, ricos y sensibles con los derechos de las nacionalidades históricas (signifique lo que signifique ese adjetivo, pues no hay pueblo del mundo que no tenga historia y no sea, por tanto, histórico), una parte de la sociedad española se preguntaba qué diablos había pasado, cómo habíamos dejado extinguirse una parte del país, cómo habíamos consentido que el presente le pasara de largo y el futuro desapareciese del horizonte. 

    También, claro, hubo una reacción democrática que se revolvía contra el adjetivo vacía: aquí estamos, aquí seguimos, aunque nadie nos eche de menos. La mezcla del asombro de Jenofonte y la fuerza rabiosa y justa de unos españoles que no están dispuestos a seguir siendo furgón de cola ni invisibles ha provocado uno de los cambios de sensibilidad más inesperados y complejos que ha sufrido España. 

    Un lustro de “España vacía”

    Desde que en 2016 se popularizó la expresión “España vacía” hasta que, en 2020, a las puertas de la pandemia, se creó en el Gobierno la Vicepresidencia para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, la despoblación dejó de ser un asunto que trataban académicos en foros especializados, escritores nostálgicos, cantautores folcloristas, políticos locales con querencias caciquiles y activistas hartos de protestar por el cierre de una escuela o por la falta de pediatras. En este lustro se ha convertido en un eje de discusión política nacional y transversal, que no distingue entre izquierdas y derechas y que, como toda discusión compleja, admite mil y una disidencias, cabreos y matices.

    El coronavirus detuvo el proceso justo cuando se convertía en acción de gobierno y entraba, por tanto, en una nueva fase donde se demostraría hasta qué punto era un rasgo que se incrustaría en la conciencia colectiva o pasaría de largo como el perfume y las modas. Cuando se asiente el polvo del apocalipsis veremos qué queda. Yo, lo anticipo, soy escéptico en cuanto a la capacidad de ningún gobierno para intervenir sobre una realidad tan compleja y arraigada. Por contra, creo que el cambio de sensibilidad es palpable y la sociedad española ya no va a volver a dar la espalda a esa parte del país que se había esforzado por no ver desde que, en 1959, salió de él a bordo de un Seiscientos (fabricado en Cataluña por las manos de los campesinos del interior que desertaron del arado).

    Nada de todo lo que ha sucedido es responsabilidad mía, claro está. Ni soy activista ni he abandonado mi papel de contador de historias, pero me cabe el honor no pequeño de haber prendido la mecha con un libro que solo contenía el asombro de Jenofonte, que me gustaría preservar. Creo que el cambio de sensibilidad solo pervivirá si somos capaces de sostener en el tiempo esa mirada. En cuanto damos algo por supuesto o demasiado obvio se disuelve con rapidez. Nos ha pasado con la sanidad pública: la dimos por descontada, sin reparar en lo milagroso de su existencia y en la rareza que supone en un mundo privado en su mayor parte de un sistema universal y gratuito. Nos descuidamos, como las parejas descuidan su amor al darlo por hecho, y hasta que no lo perdimos no fuimos conscientes de nuestro privilegio.

    Si relajamos la mirada y dejamos de maravillarnos ante las ruinas y las casi ruinas de una España que ha desaparecido ante nuestros ojos, perderemos la capacidad de valorarla y, con ella, el impulso para preservar lo que queda de su hundimiento. Al contrario de Jenofonte, debemos quedarnos en Nínive, porque a nosotros no nos espera nadie a la orilla del Mar Negro ni nos persigue un ejército. Somos nuestros propios persas: solo debemos cuidarnos de no cerrar los ojos y no perder la conciencia que hemos adquirido.

  • En el nombre del padre

    En el nombre del padre

    En el Colegio Saint Paul, ubicado en una zona rural, cerca de los meandros del río Mosela, mi padre se adaptó a la soledad y al estudio. Los jesuitas encontraron en él a uno de los muchos pupilos que han forjado a lo largo de la historia y su hermano Miguel sería miembro de la Compañía de Jesús. 

    Lejos de la familia, Luis Villoro aprendió a disfrutar el aislamiento que determinaría su vocación. Para un filósofo, pocas cosas superan al placer de estar a solas.

    Seguramente, se habría convertido en un pensador francés de no ser por la Segunda Guerra Mundial, que lo obligó a reunirse con su madre en México, país que lo desconcertó por su desigualdad y su violencia. ¿Quién era entonces Luis Villoro? Alguien sin antecedentes definidos, marcado por dos guerras que lo habían privado de la ciudad del origen y del lugar de sus estudios. 

    A veces veía en sueños el parque de la Ciudadela y consideraba, con más ilusión que evidencia, que ningún equipo jugaba mejor que el F. C. Barcelona. 

    Su formación había ocurrido principalmente en francés; se sentía ajeno a México, el barroco país al que debía pertenecer. Como suele ocurrir, la confusión existencial aumentó con el amor. La primera novia de mi padre fue Teresa Miaja, hija menor del general que había defendido Madrid al frente de las tropas republicanas. Mi abuela tenía inclinaciones monárquicas y aceptó la dictadura franquista como un mal necesario para salvar a España del comunismo. Mi padre había recibido una educación conservadora; en las cartas que mandaba a su madre desde el internado en Bélgica, solía desearle buena salud al Rey. Sin embargo, ya en México, adoptó la causa republicana y enfrentó las tensiones de las “dos Españas”. Mi abuela detestó que cortejara a la hija de un rojo y el general repudió al señorito que se acercaba sin autorización militar a la más pequeña de la familia. Todo esto reforzó la pasión de los novios, que decidieron fugarse.

    Según la leyenda familiar, mi padre citó a Teresa en la Plaza de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, pero ella lo dejó plantado. Gracias a eso existo y escribo estas líneas.

    La infancia y la juventud fueron una historia de pérdidas. No es casual que alguien con tan poco sentido de pertenencia se dedicara a estudiar la identidad. A través de la filosofía, mi padre buscó un vínculo con México y lo encontró en la cultura de los pueblos originarios, que había dejado notables ruinas y llenado de joyas los museos, y que aún pervivía, de manera soslayada. Fue uno de los precursores de lo que hoy se llama “el México profundo”. Sólo alguien con un profundo desarraigo podía acercarse con tanta pasión a una identidad que no le pertenecía, pero que hizo suya a voluntad.

    España se convirtió en lo que dejó atrás. Rara vez hablaba del pasado y nunca lo hacía con anécdotas personales. En la infancia me impresionaba que mi padre no se refiriera a la suya. Podía narrar en detalle las Guerras Púnicas, pero ignoraba las circunstancias de las que venía. Tal vez porque crecí junto a un padre sin biografía, que perdió sus raíces y buscó consuelo en las ideas, desde muy niño me apasionó indagar historias íntimas. “¡¿Por qué te interesas en eso?!”, exclamaba mi padre cuando le pedía información sobre algún pariente.

    Durante años ignoré el nombre completo de mi abuelo. Cuando supe que se llamaba Miguel Villoro Villoro, sentí una inquietud extraña. En México, nuestro apellido es bastante exótico. En un país de más de 120 millones de habitantes, sólo mi familia lo ostenta. ¿Qué azar había llevado a que mi abuelo se apellidara dos veces Villoro?

    Mi padre no supo decirme nada al respecto, pero en forma involuntaria incentivó mi curiosidad. En 1969 me llevó por primera vez a Barcelona. Yo tenía 12 años y él quiso mostrar las maravillas de la ciudad que perdió con el destino. Fuimos a los juegos mecánicos del Tibidabo, vimos al gorila albino Copito de Nieve, asistimos a una función del payaso Charlie Rivel y nos emocionamos con un Barcelona-Real Madrid en el Camp Nou. Una mañana de cielo despejado, llegamos al cementerio de Montjuic, donde estaba enterrado su padre. Recorrimos las criptas de cara al mar, festoneadas de cipreses, hasta encontrar la del abuelo. Hasta ese momento yo no sabía que mi padre podía llorar. Nunca había visto que lo hiciera, ni volví a verlo. En forma contenida, soltó unas lágrimas y las secó con el dorso de la mano, con la torpeza de quien no suele hacer eso.

    Nueve años después volvió a tener un gesto emocional único. El 24 de septiembre de 1977 cumplí 21 años, la edad que durante mucho tiempo determinó la vida adulta. Mi padre me regaló el reloj de bolsillo del abuelo y, por vez primera, me dio un beso. 

    Dos gestos exiguos —el llanto y el beso— habían sido motivados por la memoria de su padre. Esa figura ausente gravitaba entre nosotros. ¿Quién era? ¿De dónde había salido?

    Mi primo Ernesto Cabrera Villoro, minucioso archivista de la historia familiar, me contó que Miguel Villoro Villoro venía del pueblo de La Portellada, en la comarca del Matarraña de la Franja aragonesa. Había estudiado Medicina en Barcelona y trabajó en el Hospital Sant Pau. 

    El cortejo con mi abuela fue bastante peculiar. Antes de casarse, Miguel había pasado una temporada en México como médico de la Beneficencia Española. Ahí trabó contacto con María Luisa Toranzo, mi futura abuela. Tiempo después, ella tuvo que huir de México porque un general de la Revolución amenazaba con raptarla. Fue acogida por una familia de San Sebastián con la que no se adaptó. Recordó al joven médico aragonés, que ahora vivía en Barcelona, y decidió buscarlo. Para no activar sospechas ni maledicencias, Miguel tomó una decisión estratégica: llevó a su futura esposa a vivir al monasterio de Montserrat, donde contó con la compañía de varias monjas mexicanas. La visitó ahí hasta que decidieron casarse.

    Miguel Villoro Villoro tenía fama de ser un hombre simpático, muy apuesto, amante de la buena vida, que murió joven a causa de una operación que le exigió demasiado al cuerpo.

    Estas noticias me bastaron por un tiempo. En 1997, presenté en Barcelona mi novela Materia dispuesta. Una casualidad hizo que mi padre también llegara a la ciudad, al igual que mi primo Ernesto. Almorzamos en el restaurante Agut y, emocionado por la reunión fortuita, propuse que visitáramos la tumba del abuelo. “Es inútil”, informó Ernesto: “olvidamos pagar los derechos, un edicto informó del asunto en el Avui y en La Vanguardia, pero nadie lee esos periódicos en México: el abuelo ya está en la fosa común”. Mi padre tomó a la ligera la noticia. Opinó que la fosa común era más divertida y gregaria que una fosa individual hasta que, sin solución de continuidad, comentó: “Me gustaría volver a vivir en Barcelona, pero ya estoy viejo”.

    Mi esposa y yo acabábamos de sufrir un asalto en México y teníamos deseos de vivir en un sitio más tranquilo. Así surgió el plan de volver a la tierra del origen. El impulso lejano venía del abuelo desaparecido.

    No es fácil mudarse con hijos ni conseguir permisos de residencia. Sólo en 2001 pudimos concretar el proyecto, más de 40 años después de que mi padre llorara ante la tumba del abuelo. 

    Cuando nos visitó en Barcelona, feliz de volver a degustar la insuperable crema catalana, le propuse ir a La Portellada. “¿Para qué?”, preguntó. De nada sirvió argumentar que veníamos de ese sitio. Él apreciaba las ideas y las teorías. Las circunstancias personales no eran de su interés.

    Como tantas veces, mi primo Ernesto llegó al rescate y fui con él al sitio del origen. Cuando descendí del auto ante la iglesia de San Cosme y San Damián, alguien gritó: “¡Juan Villoro, eres la hostia!” ¿Me habían reconocido? Para nada: un niño rebelde, que se alejaba de su madre, llevaba mi nombre y mi apellido.

    Ernesto le preguntó a un paseante si conocía a otro Villoro: “Yo”, contestó.

    El apellido inusual era ahí moneda corriente. La inmensa mayoría se llamaba como nosotros, lo cual dificultaba saber si alguno era un pariente en línea directa. Me entusiasmó pertenecer a una colectividad que sólo ahora conocía y escribí un artículo en El País con el título de “El pueblo de tu nombre”.

    Había llegado al entorno común de mi apellido, pero aún faltaba lo mejor. El artículo contó con la generosa lectura de varios Villoros, que, nobleza obliga, me citaron en el ya desaparecido Bar Villoro de la Barceloneta. Nunca antes había visto mi apellido en un negocio. Estimulados por el ternasco que preparaba Martín Villoro, establecimos una cofradía instantánea en la que no hacía falta detallar los lazos consanguíneos porque el afecto los superaba. Las profesiones de los presentes no podían ser más variadas, pero algo intangible y bueno nos unía. Sabemos que la política, la religión y el dinero separan a las personas; otros valores sirven para unirlas. Por entonces se discutía si se debía o no suprimir el derecho a fumar en el Camp Nou. Propuse que abordáramos el tema para conocer los valores de la gente que me rodeaba. De inmediato coincidimos en que el tabaco era malo para la salud. Ninguno o casi ninguno de los presentes fumaba. Sin embargo, alguien dijo que no podíamos negarle el derecho a una persona de perjudicar su salud de vez en cuando al aire libre. “Sí, pero eso afecta a los demás”, dijo otro. “Hombre, no tanto: el partido dura 90 minutos”. Total, que en ese grupo ajeno al tabaco se respetó el derecho de los fumadores, siempre y cuando no rebasara ciertos límites. Recordé que mi padre había nacido en la calle Consejo de Ciento. Las personas que me rodeaban tenían mi nombre y actuaban con la consideración de un parlamento liberal. Me pareció imprescindible formar parte de ese grupo.

    Además, supe del amor que ellos profesaban por el pueblo del origen y de la pasión poética con que lo ejercían. Después de reparar el candelabro de la iglesia, hicieron una colecta para construir una larga mesa de piedra junto a la ermita que remata una colina. El objetivo era irrefutable: cenar bajo las estrellas.

    Cuando mi padre murió, me propuse escribir un libro sobre él, pero pospuse la tarea porque su vida se volvió repentinamente intensa. Numerosas personas querían hablarme de su legado. Los recuerdos eran tantos que me costó trabajo administrarlos. Finalmente, la pandemia me deparó el aislamiento necesario para ocuparme de eso. El resultado fue La figura del mundo. El orden secreto de las cosas, que acaba de ser publicado. 

    El largo camino para escribir de mi padre comenzó por contraste, gracias a la ausencia del suyo. Él no deseaba recordar un pasado hecho de pérdidas y procuró vivir como si no necesitara antecedentes. Actuó como un hombre de ideas, no de afectos; sin embargo, algo se resquebrajaba en su interior al pensar en el padre que no tuvo.

    Buscar el sitio del origen representaba para mí un cierre de sentido. En 2012, en compañía del clan de los Villoros, volví a La Portellada con mi hija Inés.

    Subimos a la ermita y participamos en una cena tumultuosa, en la que hubo competencia de tortillas de patatas (la mejor, de sobra está decirlo, fue la de Martín, el profesional de la tribu).

    La transitoria vida de una familia había llegado al sitio correcto.  

    Arriba, inmutables, brillaban las estrellas