Categoría: Reportaje

  • Huérfanos de la Culebra

    Huérfanos de la Culebra

    El 15 de junio de 2022 se declaraban dos incendios en la sierra de la Culebra: uno cerca de Ferreras de Abajo y otro en Sarracín de Aliste, dos de los 41 núcleos de población de una zona que no supera los 5.745 habitantes. En tan solo cinco días, según las imágenes del satélite Sentinel-2 de la Agencia Espacial Europea, el fuego hizo desaparecer 27.242 hectáreas de las cerca de 70.000 que conforman esta Reserva de la Biosfera de la UNESCO. El segundo de los incendios se extinguió 72 días después de que los rayos de una tormenta seca lo iniciaran.

    Apenas un mes después, otro incendio brotaba en los alrededores de Figueruelas de Arriba, a las faldas de la sierra. Dos días más tarde, el 17 de julio, ardían también los montes de Losaico, en la comarca vecina de Tierra de Alba; el fuego se extendió rápidamente hasta alcanzar la zona este de la sierra, donde se cobró la vida de dos vecinos: el bombero brigadista Daniel Gullón y el pastor Victoriano Alonso, atrapado por las llamas al tratar de salvar a sus ovejas. Del 17 al 20 de julio, 28.813 hectáreas ardieron en ese tercer incendio y más de 30 pueblos fueron desalojados.

    El día que visitamos la zona, el 21 de julio, en las carreteras que conectan las cuatro comarcas que abarca la sierra (Carballeda, Sanabria, Aliste y Tábara) no se oye nada. No hay pájaros cantando en las ramas de los castaños o los pinos, ni tampoco el zumbido de insectos o lobos aullando más allá de las lindes; no se oyen chasquidos de ciervos, corzos u otros animales agazapados entre el matorral. Las hojas secas cruzan la calzada como si fueran ceniza blanca. Todo huele a quemado y las huellas que dejan los zapatos quedan impresas en negro. 

    En las calles de Villardeciervos, Ferreras de Arriba, Cional o Boya, en el corazón de la sierra, apenas hay gente. Después de regresar a sus casas tras dos días evacuados en polideportivos de pueblos colindantes a salvo de las llamas, algunos vecinos, casi todos mayores, se asoman a las puertas de sus casas para regar los geranios que colorean las fachadas, otros se acercan a comprar el pan que hoy no hay, y una buena parte se arremolina en las mesas del interior del bar de la plaza donde juegan a las cartas y, sobre todo, hablan con el ruido de la televisión de fondo. Hablan del incendio, de los incendios.

    El fuego tiñó el paisaje de colores ocres y grises como una vieja fotografía, como un pasado que no volverá; pero el bosque no murió del todo. La Culebra está cambiando de piel. En unos meses la superficie volverá a cubrirse de verde por el pasto, aunque los árboles tardarán mucho más en crecer. Celso Coco, ingeniero forestal, explica para SALVAJE que la recuperación de un bosque tras un incendio depende de muchos factores, como el tipo de especies o la superficie quemada. “Las especies de matorral en un año ya aparecen, y en las arbóreas se ven indicios de regeneración evidentes al cabo de dos o tres años. Para los individuos arbóreos pasará al menos un lustro. Ahora bien, para poder tener lo que se ha perdido tendrán que pasar tantos años como años tuvieran las especies perdidas, que en algunos casos eran de 50 a 70 años”. 

    La sombra de esta vegetación guarecía a ciervos, corzos, jabalíes y en especial, a lobos ibéricos, uno de los motores económicos de los pueblos de la sierra y un símbolo de la biodiversidad de la Culebra. Javier Talegón, que desde 2013 organiza actividades de ecoturismo centradas en la observación de lobo en la sierra, cuenta que, aunque el impacto exacto sobre la especie es muy difícil de cuantificar porque en la zona no hay ejemplares equipados con GPS, hay “manadas que han visto arder prácticamente todo su territorio, incluidas las zonas tradicionales de reproducción, y han perdido casi con toda seguridad la camada. Pensemos que el primer incendio se desarrolló entre el 15 y el 19 de junio, cuando muchas crías tienen cerca de un mes de vida; pensemos también que durante algunas horas la velocidad del fuego superaba los ocho metros por segundo, un factor que limita las posibilidades de los lobeznos de escapar”. Pero no todo son cenizas. “Han perdido gran parte de la cobertura de refugio en el hábitat, pero han sobrevivido otras camadas y quizá han aprovechado la concentración puntual de presas en los bordes no quemados”.

    A pesar de estos atisbos de esperanza en el caso del lobo, esos 50 o 70 años de espera para recuperar lo perdido se presentan como un futuro demasiado lejano para los humanos que vivían, aquí y ahora, de la recolección de setas y castañas o de la venta de madera. Tras los incendios, varios vecinos de la sierra crearon la plataforma “La Culebra No Se Calla” para exigir responsabilidades políticas y solicitar ayudas para paliar las consecuencias económicas del fuego. A la par, la Fiscalía de Castilla y León ha abierto una investigación sobre la actuación de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León y su consejero Juan Suárez Quiñones después de que Greenpeace y CC.OO. denunciaran la obsoleta planificación, asegurando que no se habían realizado las tareas de prevención como la limpieza o el desbroce durante el invierno.

    Con cerca de 60.000 hectáreas calcinadas entre junio y julio, el incendio en la sierra de la Culebra es el más grave y devastador de la historia de Castilla y León, y uno de los mayores del país. Mientras la tierra todavía humea, nos adentramos en una sierra donde el dolor sigue suspendido en el aire como la ceniza, y el humo esconde un futuro incierto para sus vecinos, que han quedado huérfanos de su bosque, de su sierra.

    Ainhoa, 33 años. Dependienta.

    Cuando el bosque ardía, Ainhoa no tenía miedo. Ni ella ni las personas que estaban a su lado tratando de contener con cubos de agua y mangueras las llamas que les cercaban. El fuego llegó hasta las inmediaciones de Villardeciervos, y cuando desalojaron a la población, Ainhoa decidió quedarse junto a otros vecinos. “No pensaba en nada más que en apagar, apagar y apagar”, dice resoplando. “Aunque tengo asma y el humo casi me estaba matando, no pensaba en otra cosa que en salvar mi pueblo, mi casa, mi infancia… Fue más una sensación de impotencia, el vernos solos… Tristeza, estrés… Un cúmulo de sentimientos”, gesticula como si todavía estuviera allí.

    Ainhoa es una chica joven, pero tiene la mirada cansada después de días de mucha incertidumbre y mucho trabajo. Regenta el supermercado de la plaza central del pueblo y en su camiseta negra de manga corta hay manchas recientes de harina. Todo el pan de la zona se ha reservado para las brigadas de bomberos que están tratando de controlar un nuevo incendio a unos pocos kilómetros y acaba de llevarlo al punto de recogida. 

    —Lo siento, pero no hay pan— responde a una clienta que entra en la tienda.

    —¿No hay pan? —pregunta otra que entra justo detrás—. Si es por una buena causa, nos conformamos —dice con cara de circunstancias.

    “Aquí había oro en el sentido natural —dice Ainhoa—. Esto es reserva de la biosfera. Tenemos una fauna salvaje que se ve en muy pocas partes del mundo. Se podía hacer deporte, atraía mucho turismo para casas rurales y avistamientos… Los pinos, la recolección de setas, los castaños, apicultura… Poco a poco se veía que la gente joven venía a vivir otra vez aquí. Todo lo que paso a paso íbamos construyendo en este mundo de pueblos tan perdidos… Yo todavía no he querido ir a ver cómo ha quedado mi pinar donde iba a por setas, hacía mermelada o buscábamos cuernos, cuando los ciervos tiran los cuernos… Es un desastre natural y económico que favorecerá más la despoblación, pero hay que seguir peleando. Hay que luchar por la sierra”.

    David, 29 años, ingeniero forestal. 

    “La sierra de la Culebra me ha visto crecer y yo un poquito a ella. Siempre he estado vinculado al monte”, cuenta David, el hijo de Luis, que ha heredado de su padre esa estima por el entorno natural. “Estudié ingeniería forestal para comprender mejor el entorno que me rodeaba y saber cómo se podrían gestionar sus recursos. Por eso ahora lo que más siento es frustración y pena. En esta zona los bosques maduros estaban aportando cada vez mejores condiciones sociales, económicas y ecológicas a la zona y me hubiera gustado vivir el resultado de todo eso. Ahora lo que queda es ver cómo se puede aportar para comenzar a restaurar los montes quemados y dar la oportunidad a las próximas generaciones de disfrutar de este espacio como he disfrutado yo: los bosques maduros, la recolección de setas, la mejora del hábitat de los animales silvestres, el paisaje…”.

    “Este tipo de incendios, como el que hemos vivido, no deja de ser un fenómeno natural”, explica David. “La vegetación está preparada para soportar estos fenómenos, ya que está adaptada al fuego. La cuestión está en la gestión que se ha estado realizando en los bosques y que en cuestión de horas, se destruyen 50 u 80 años de gestión en un pinar.”

    Soto, 58 años, ganadero.

    “Dicen que si hubiera más gente viviendo aquí, la de hace 40 años, los montes no estarían así”, dice Soto, veterano ganadero de Cional, otro de los pueblos evacuados de la comarca. “Que se colaboraría de forma diferente… Pero ese es un mundo que ya no existe y vamos a uno nuevo que Dios sabe lo que va a traer… Me queda la sensación de ¿y si la comarca se queda en silencio por completo? Que ya bastante tiene…” 

    Mientras hablamos el viento sopla muy fuerte y los casi 40 grados de temperatura parecen menos. Una silla de una terraza sale volando y la mesa se cubre de ceniza negra que dibuja estelas a carboncillo en la libreta. 

    “El tema para nosotros, como ganaderos, si viene un invierno normal, es que para el año que viene ya habrá pastos, pero claro, la ley de montes dice que en cinco años no puedes entrar en un terreno quemado…”, dice Soto. “Pero si estás cinco años sin entrar, estás creando otro polvorín. Por eso hay que pensar bien qué vamos a hacer”, explica. “Está claro que esto va a marcar un antes y un después. Se ha ido el bosque, pero con él también una generación; la que plantó esos pinos, la que cultivó esos montes… Nos marchamos. Es una sensación amarga”.

    Luis, 47 años. Bombero forestal.

    “Aquí lo único que preocupaba a las autoridades era que no hubiera muertes porque la Junta ya era incapaz de asegurar nada más. Al día siguiente de que se declarase el incendio nosotros estuvimos toda la noche y aquí no apareció nadie. Ni una cuadrilla, ni un camión… Nada”. Luis, que hace más de 30 años cambió Madrid por la sierra de la Culebra para dedicarse a la ganadería y el cultivo, decidió no seguir las órdenes de evacuación de la Guardia Civil y permaneció en su Villardeciervos con el objetivo de salvar cuanto pudiera “bajo su única responsabilidad”, bien remarcado este punto por las autoridades. 

    “Si los que mandan no podían asegurar lo que teníamos… Se trataba de defender lo que es la vida de uno. Es que se trata de nuestra vida. De alguna forma había que defenderlo”, recalca Luis convencido. 

    El rugido del fuego se escuchaba incontrolable a kilómetros de distancia. Desde un otero, a lo lejos, Luis veía que el viento no tardaría en empujar las llamas hasta la nave donde guarda todo su trabajo, a la entrada del pueblo. A contrarreloj y con la ayuda de su hijo David y dos desbrozadoras hicieron una faja de unos 15 metros alrededor de la nave. Después, con un batefuego y una mochila Matabi para los tratamientos químicos de la huerta llena de agua, se acercaron a las llamas para intentar contener su avance. 

    “Uno le iba dando agua y el otro rematando con el batefuego…”, recuerda Luis entre toses. “Así nos tiramos hasta las cuatro de la mañana. Desde las seis de la tarde que empezamos estuvimos sin parar. Sí que hubo un momento en el que mi hijo me decía: papá, que esto no lo para nadie. Y yo: que sí, dale, venga…”. 

    En el momento del incendio, Luis se encontraba en sus vacaciones como conductor de autobomba en el operativo antiincendios de esta parte de Zamora. La Junta obliga a los miembros de estos operativos a coger las vacaciones antes del 1 de julio. A partir de esa fecha y hasta finales de septiembre se considera el periodo de más riesgo. A pesar de su insistencia para incorporarse, no se lo permitieron. 

    “Es que es impotencia”, dice. “Te sientes mal porque te estás ofreciendo, pero por la burocracia o lo que sea no te dejan incorporarte. ¡Y no hay medios! Es todo un despropósito… He sentido como que esta gente no ha sabido… He sentido que estamos abandonados.”

  • El nuevo fuego

    El nuevo fuego

    “Algunos montes son ahora mismo dinamita. Los pueblos se han quedado vacíos y los bosques se han llenado de combustible. Solo la suerte impide que no suframos grandes incendios”. Sentada en una pradera del Páramo de Masa, una región fría y deshabitada a más de 1.000 metros de altitud entre Burgos y Cantabria, Raquel Serna, jefa de los agentes de Medio Ambiente en la comarca de Sedano, ve con pesimismo el futuro de la zona. A su lado Marino Saiz, guarda mayor y coordinador de más de un centenar de agentes medioambientales burgaleses, asiente preocupado: “Los pueblos siempre fueron los mejores cortafuegos, pero se han convertido en justo lo contrario, en un auténtico polvorín”.

    Alguien que para su desgracia conoce muy bien los infiernos del fuego es Ángel Fernández, director desde 1987 del Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera. Cuando en 2012 un gigantesco incendio forestal afectó al 11% de la superficie de la isla todo su mundo se le vino abajo. Acabó en el hospital con un riñón paralizado por culpa de la “enorme tristeza y estrés brutal” que le supuso “verlo todo convertido en cenizas”. 

    A pesar de los miles de kilómetros que les separan, el director canario y los guardas burgaleses coinciden en el diagnóstico: el mejor aliado del fuego es el abandono del mundo rural. “En pocas décadas hemos pasado de tener un territorio totalmente sobreexplotado donde no había prácticamente nada que pudiera arder a justo lo contrario. Los de ahora son incendios de comportamiento devorador, como un Polifemo hambriento, auténticos tsunamis de fuego”, dice Fernández.

    Los nuevos fuegos

    De primeras, a los profanos en la materia podría parecernos que, si la despoblación ha provocado que ahora haya arbustos donde antes había pastos, se podría dejar a la naturaleza seguir su curso y que recupere lo que era suyo. Error. Según el informe Proteger el medio rural es protegernos del fuego publicado por Greenpeace en julio de este año, desde 1962 hasta 2019 se han abandonado en España cuatro millones de hectáreas de tierras de cultivo. Estos terrenos han sido colonizados desordenadamente por masas forestales pobres y abandonadas, con escasa diversidad de especies y gran carga acumulada de combustible vegetal. 

    “En el momento en que las personas abandonamos el medio rural, desaparecen los campos agrícolas y los aprovechamientos forestales, y los terrenos donde había cultivos son colonizados por árboles. Esto crea una paisaje casi continuo, y cuando hay un incendio, el fuego ya no encuentra ninguno de los impedimentos que antes impedían que se hiciera fuerte”, explica Oriol Vilalta, director general de la Fundación Pau Costa, dedicada al estudio en prevención de incendios forestales.

    España es, tras Suecia, el segundo país con más superficie forestal de la Unión Europea, pero el primero en cuanto a abandono y falta de gestión. El 81,52% de la superficie forestal no tiene un instrumento de ordenación, lo que la hace tan inútill económicamente como vulnerable al fuego. Estos nuevos montes más inflamables, junto a entornos rurales abandonados y cada vez más afectados por la crisis climática, son el caldo de cultivo perfecto para los incendios de alta intensidad, esos “tsunamis de fuego” que mencionaba Ángel Fernández.

    Los primeros grandes incendios aparecen en nuestro país en los años 50, cuando el abandono rural dibuja un paisaje continuo por primera vez en décadas. Es lo que se conoce como primera generación de incendios, que se atacan con los primeros retenes y cortafuegos. Según continúa la despoblación y el imparable proceso de acumulación de combustible, en los años 70 y 80 aparece la segunda generación, con incendios continuos e intensos, combatidos con una mayor profesionalización y especialización. En los 90 aparecen los grandes incendios con ambiente de fuego, focos secundarios masivos y velocidades extremas de los fuegos convectivos: es la tercera generación. La aparición de incendios con interfase, que se acercan a los pueblos y empiezan a matar, marca la cuarta generación; y la simultaneidad de grandes incendios rápidos y violentos define la quinta, que cerraba la serie hasta la aparición en años recientes de una nueva clase nunca vista. 

    “Después de los incendios ocurridos en Chile y Portugal en 2017 cambia el paradigma. La sexta generación trae incendios rápidos, intensos y continuos que afectan a gran cantidad de viviendas, polígonos industriales, al sistema de extinción… Son incendios muy escasos, y es muy difícil que se den, pero cuando se producen dominan la situación atmosférica de su entorno. Se convierten en tempestades de fuego, generan procesos que no puedes predecir con la meteorología, la topografía o el combustible, los tres factores básicos de un incendio forestal”, explica Marc Castellnou, máximo responsable del Grupo de Apoyo de Actuaciones Forestales (GRAF), uno de los cuerpos de bomberos de la Generalitat de Catalunya. 

    La aparición de estos grandes incendios se rige por la “regla del 30”: una temperatura ambiente igual o superior a los 30 grados, rachas de viento superiores a los 30 kilómetros por hora y una humedad relativa del aire inferior al 30%. El resultado es un cóctel meteorológico terrorífico cada vez más frecuente, responsable de incendios tan pavorosos como el de Valleseco en Gran Canaria el verano pasado. Una tormenta de fuego excepcionalmente veloz y agresiva obligó a evacuar a más de 10.000 personas y destruyó cerca de 10.000 hectáreas, el 6,5% de la superficie de la isla. Muchos lo consideran el primer incendio forestal español de sexta generación. Federico Grillo, jefe de Emergencias del Cabildo de Gran Canaria, explica que “el siniestro creó sus propias condiciones meteorológicas, que a su vez generaron la formación de pirocúmulos o nubes de fuego”. El cielo en llamas. 

    De mal en peor

    Esta nueva generación es la responsable de desastres como los ocurridos en 2017 en Pedrógão Grande (Portugal, 66 muertos) o en 2018 en Mati (Grecia, 102 muertos). En 2020, ha pulverizado las peores estadísticas de la Costa Oeste estadounidense: han ardido 810.000 hectáreas de bosques. Pero esta cifra palidece frente a las dimensiones titánicas de los fuegos australianos: entre 2019 y 2020 ardieron 12 millones de hectáreas, una superficie igual a la de Extremadura y Castilla y León juntas. En la tropical Amazonia brasileña, pulmón del planeta, las llamas devoraron en agosto del año pasado 2,5 millones de hectáreas con fuegos que han continuado en 2020. Y hasta en el Círculo Polar Ártico en el este de Rusia, cada vez más cálido, ardieron 3,3 millones de hectáreas en 2019 según Greenpeace.

    En el contexto de la crisis climática, estos fuegos cada vez más gigantescos, rápidos e incontrolables han venido para quedarse. “Una población forestal que no puede aguantar el ritmo del cambio climático, estresada y empobrecida, ofrece muchas más facilidades para que se produzcan incendios”, dice Marc Castellnou. En la actualidad, el 75% de la Península Ibérica se califica como territorio extremadamente seco. Un arbolado seco y debilitado por la subida de temperaturas y el aumento de olas de calor se convierte en yesca inflamable. Es el círculo infernal del fuego: los incendios agravan el cambio climático, y el cambio climático intensifica los incendios.

    Y por mucho que los recursos materiales y humanos dedicados a la extinción no hayan parado de aumentar, “prevenir y apagar estos incendios no es un tema de recursos”, explica Castellnou. “Da igual que cada vez se dediquen más recursos si la verdadera causa, el abandono del territorio, no para de agravarse”. Un análisis compartido casi unánimemente por alcaldes, guardas forestales, bomberos y las principales ONG ecologistas. 

     

    El polvorín despoblado

    En Burgos, los agentes medioambientales Raquel Serna y Marino Díaz, 26  y 31 años de experiencia respectivamente, reflexionan sobre cómo evitar que el fuego convierta en cenizas su mundo. Coinciden en la misma solución: que los pueblos vuelvan a estar vivos, que se recuperen los cultivos abandonados y que regrese la ganadería en extensivo, con pastores y animales capaces de mantener a raya el crecimiento desordenado de zarzales y arbustos. Pero también opinan que es imposible que eso ocurra. Raquel lleva 20 años viendo desaparecer decenas de rebaños y cómo los hijos de los últimos pastores se marchan a la ciudad para no volver. “La población está muy envejecida, la mayoría tiene más de 80 años”, explica entristecida. “No hay recambio”. 

    Lo puede confirmar Juan Carlos Oca, capataz de una cuadrilla de 10 trabajadores forestales. “Es muy complicado encontrar gente dispuesta a trabajar en el monte”, se lamenta mientras su equipo realiza podas de altura para prevenir incendios en un pinar de Quintalamoma, un pueblo de Burgos de apenas 30 habitantes. “Es un trabajo muy duro, de jornadas agotadoras, sin horarios y que apenas dura tres meses. Los jóvenes, si lo pueden evitar, lo evitan. Así que no encuentras a nadie en la zona. Al final tienes que buscarlos en Burgos capital, gente nueva nada especializada que se van en cuanto encuentran otra cosa”. 

    Los que Juan Carlos tiene ahora podando pinos por encargo de la Administración regional son jóvenes, todos hombres. Trabajan en silencio, manejando con pericia unas largas pértigas en cuyo extremo han fijado pequeñas sierras semicirculares de afilados dientes. Rama a rama, van despejando los troncos para favorecer el crecimiento en altura de los árboles y evitar que un posible fuego se contagie a las copas. El suyo es un trabajo de Sísifo, duro e inacabable, 10 personas podando ramas en un mar de pinos. Una gota de cuidados en un mar de olvidos.

    José Ángel Arranz, director general de Patrimonio Natural y Política Forestal de Castilla y León, ve el abandono de huertas y fincas como uno de los principales problemas. “El peligro ahora no es solo que se nos quemen los bosques, sino que ardan los pueblos”, confiesa preocupado. Una opción para evitarlo pasaría por recuperar esas tierras desatendidas, pero en muchas ocasiones ya nadie sabe quiénes son los propietarios. “Para muchos, con que les limpiasen la finca sería suficiente”.

    Marc Castellnou, el responsable del GRAF, hace hincapié en la necesidad de cambiar de modelo económico para reducir nuestra vulnerabilidad ante los incendios. “La solución no está en implantar un nuevo sistema de extinción o en que un político suba o baje unos impuestos. Es un tema de no basar nuestra sociedad en el consumo de producto barato venido de lejos y entender que nuestra manera de vivir y consumir define la seguridad del paisaje donde vivimos”.

    El futuro (económico) está en el bosque

    Es el nuevo mantra: el fomento de la bioeconomía forestal, la economía basada en los recursos que nos proporcionan los bosques. Así lo cree Ascensión Castro, jefa de Sección de Prevención de la Xunta de Galicia. “La bioeconomía contribuye a frenar el abandono del monte, lo que previene los incendios forestales. Y en caso de producirse, un terreno forestal bien gestionado y rentable social, económica y ambientalmente es más resiliente frente al fuego”. 

    Más allá de la producción de leña, pasta de papel o corcho, los bosques son fundamentales generadores de aire y agua limpia, de tierras fértiles, de biodiversidad, de ocio, de salud, y ayudan a luchar contra el cambio climático al comportarse como sumideros de carbono. Pero para que su gestión económica sea compatible con su función ecológica hay que cortar árboles desde parámetros sostenibles y obtener el reconocimiento de los consumidores para que esas compras aumenten su valor. 

    “Estamos empezando a certificar esos servicios ecosistémicos para que la sociedad reconozca su importancia”, dice Silvia Martínez, directora técnica de FSC España, la ONG que garantiza la sostenibilidad de los productos de origen forestal. Algunas grandes empresas ya han mostrado su interés en pagar por esos servicios de los que nos beneficiamos todos. Y gracias a esas nuevas inversiones, la amenaza del fuego es más improbable. “En los pueblos donde se recibe dinero por el monte no hay incendios, eso está claro”, explica Adolfo Blanco, ingeniero forestal cuya empresa Biesca Agroforestal está promoviendo en Asturias las primeras certificaciones FSC de servicios del ecosistema.

     Aparentemente, Europa camina en esa dirección. La Agenda 2030, el New Green Deal y las estrategias de economía circular consideran clave este sector olvidado para dar respuesta a los nuevos desafíos del siglo. La economista Carmen Avilés, profesora de organización de empresas en la facultad de Montes de la Universidad Politécnica de Madrid, defiende que la bioeconomía forestal facilitaría esa ansiada vuelta al campo de la gente joven. “Para dar solución a las necesidades en las urbes debemos mirar con otros ojos al mundo rural”. Pero para que se produzca este cambio de paradigma el sector forestal está obligado a innovar. “Talento hay mucho, pero son necesarias unas condiciones de partida que aún no se dan”.

    Todas esas políticas y medidas se resumen en una frase de Raquel Serna, la agente burgalesa: “Habría que invertir más en el cuidado del monte”, dice sin demasiada convicción mientras con su dedo dibuja un amplio arco que abarca miles de hectáreas de bosques y cultivos. “Todo eso ardió en 2003”. Su jefe Marino Saiz mueve la cabeza ante la ingente tarea que supondría para las Administraciones sustituir con la contratación de empresas lo que durante milenios hicieron los pueblos, manejando con inteligencia sus territorios. “No hay suficiente dinero en el Banco de España para cuidar todos los bosques”, sentencia.

    Desde la oscilante torre de vigilancia de incendios que se yergue en el Páramo de Masa, junto a la que pasa con vuelo tranquilo un grupo de buitres leonados, Marino y Raquel otean el horizonte. Ante ellos se extienden miles de hectáreas de tierras, pastos y arbolado, decenas de aerogeneradores, pero ni un solo pueblo vivo. “Esto tiene mal arreglo”, sentencia Serna.

  • Ni gente sin casa, ni casas sin gente

    Ni gente sin casa, ni casas sin gente

    1. Reformar una casa a cambio de unos años de alquiler

    “El motivo de tanta vivienda vacía en España es la falta de rehabilitación”, afirma Sergio Nasarre, director de la Cátedra UNESCO de Vivienda de la Universitat Rovira i Virgili, que desde 2013 investiga sobre vivienda desde un punto de vista interdisciplinar e internacional. “Una forma de solucionarlo es llegar a un acuerdo, mediado a través del municipio o de una entidad del tercer sector, para sustituir la renta por una reforma”. Es decir: el inquilino entra a vivir a una casa, y en vez de pagar unas mensualidades al arrendador, lleva a cabo las mejoras y reformas necesarias en la vivienda. Entre ambas partes, y en función del trabajo y presupuesto necesarios, se pacta la duración.

    Regulada en 2007 en Cataluña y en 2013 en el resto de España, esta figura tiene su origen en la aparcería o masoveria, un concepto muy común en el mundo rural catalán mediante el cual el inquilino (el aparcero o masover) obtenía la cesión temporal de una vivienda a cambio de mantenerla, explotar las tierras y quedarse con una parte de la cosecha. Así, el latifundista minimizaba el riesgo: el masover se esforzaría en rentabilizar la tierra porque de ello dependía directamente su techo. 

    “En la práctica, ya se hacía de forma extraoficial antes de 2013”, añade Rosa María García, investigadora postdoctoral de la misma Cátedra y autora de una tesis sobre el tema. “Pero los inquilinos que la usaban ni estaban protegidos ni tenían los mismos derechos que el resto. Se hacía en negro y sin seguimiento. La Ley de Arrendamientos Urbanos de 2013 la introdujo y permitió juntar el problema del mal estado de la vivienda, sobre todo en medios rurales, con su falta de asequibilidad”. Seis años antes se había regulado en Cataluña bajo el nombre de “masovería urbana”, con la diferencia de que allí está prevista como una herramienta que la administración debe usar para fomentar la restauración de viviendas, mientras que la ley nacional la plantea simplemente como un contrato entre particulares.

    Con todo, la renta por rehabilitación no se ha popularizado en nuestro país. “Al ser contratos entre particulares es difícil de contabilizar, aunque mi sensación es que poca gente lo conoce”, continúa García. Un obstáculo es su alta barrera de entrada, que según cómo se ejecute puede obligar al inquilino a adelantar el coste de la obra. Por eso el papel de la administración es fundamental. “En Andalucía se hizo para condonar deudas en alquileres de vivienda pública. Si alguien no pagaba la renta, sus 100 o 200 € al mes, podía compensarlo pintando o arreglando zonas comunes. Se ha visto más en ayuntamientos grandes con planes de vivienda. Pero donde sería interesante es en pueblos, porque es donde hay más vivienda en mal estado y más posibilidades de llevarlo a cabo”.

    En Galicia se conocen varios casos. Isabel Fernández vive con sus amigas así. “La casa en la que estamos lleva ocho años con este tipo de contrato. Antes estuvieron cuatro amigas durante cinco años. Se iban a ir, nos salió esta oportunidad y para allá nos fuimos”, cuenta. La casa, situada en una aldea cerca de Arzúa (La Coruña) tiene 150 años y su dueño, que la heredó de sus abuelos, quería reformarla, mantener la arquitectura original y no venderla. “En la zona hay especulación debido al Camino de Santiago. Se llegó a un acuerdo que estipula el valor del alquiler mensual y vamos haciendo obras por ese importe para cubrirlo. Entran tanto las horas de trabajo como el gasto de material”. El contrato es verbal, no escrito. “La mayoría de la gente que conozco en estos casos lo hace así. Al ser una zona rural, la gente se conoce y se hace así”. En este tiempo han cambiado las paredes y puertas, puesto pladur en los techos, reestructurado las habitaciones y el verano pasado empezaron con la fachada. “Nosotras lanzamos propuestas de obras que podemos asumir. El dueño dice que hagamos lo que nos permita vivir mejor como inquilinas”.

    ¿Cómo hacer que el modelo llegue a más gente? García da tres ideas. Una: que la administración publicite que esto existe. Dos: que haga de intermediaria y busque inquilinos para conectarlos con propietarios que deseen arreglar. Y tres: que vaya más allá y aporte técnicos municipales, ayudas o descuentos en los materiales para que al arrendatario no le salga tan cara la inversión inicial. “Si el ayuntamiento no tiene dinero, puede hacer acuerdos con constructoras que le hagan descuentos o le den sobras. Si no tiene técnicos, puede ofrecer cursos de formación y dar otra salida a esa gente. Sería una solución”.

    2. Buscar un terreno rural para construir tu propia vivienda comunitaria

    Eva María Lacarra y Víctor Loza son amigos, conocidos de Logroño y cooperativistas en La Vereda, un cohousing o vivienda comunitaria que se está construyendo en Medrano, un pueblo de poco más de 300 habitantes a media hora en coche de Logroño. “En 2011, en torno al 15-M, nos juntamos varias personas con interés en ir a vivir a un pueblo”, cuentan. “No queríamos ir cada familia por su cuenta, sino hacerlo conjuntamente. Al principio era un grupo numeroso, pero algunos se quedaron por el camino. El proceso ha sido largo y difícil. Y hasta dentro de dos años no podremos ir allí”.

    Su periplo comenzó hace ocho años. Establecieron ciertos criterios, como la distancia a la capital o servicios como guarderías para poder vivir con niños, y se pusieron a buscar. No cerraban la puerta a ningún tipo de propiedad: podía ser un terreno, pero también una casa grande para rehabilitar. “Lo que fuera”, continúan. Lo que más les sorprendió fue que la principal barrera fue la económica: “los precios eran desorbitados”. 

    Una de las características del parque de vivienda rural es que muchas propiedades pertenecen a varios herederos que, o bien no se ponen de acuerdo en qué hacer con ella, o bien la sacan al mercado a precios disparados para que a cada heredero le toque una cantidad que les merezca la pena. Los cooperativistas de La Vereda llegaron a ver terrenos rústicos con una parte urbanizable de unos 5.000 metros a 240.000 € (48 € el metro cuadrado, cuando en la zona hay algunos de ese tamaño por entre 12 y 24 €). Al final encontraron uno de esa misma extensión pero por 180.000 €, que pagaron con un préstamo solidario de una asociación riojana que lo dejó a coste cero. 

    El terreno ya es suyo. Ahora están a punto de cerrar el proyecto de ejecución. Han trabajado con un estudio de arquitectos para diseñar sus futuras viviendas juntos: serán casas de 50 a 100 metros cuadrados con lavandería, comedor, cocina industrial y biblioteca, entre otras zonas comunes. “Nos gusta mucho. Todo es propiedad de la cooperativa: el suelo, las viviendas y el espacio común. El régimen de tenencia es la cesión de uso: los que viviremos allí compramos el derecho de uso, que se puede transmitir y heredar”. El derecho de uso no se puede vender: si alguien se marcha, solo deja de pagar la cuota mensual, de unos 400 €, y recupera su aportación inicial, de unos 26.000 €. ¿Y cuando todo esté pagado? “Es un debate en el que aún tenemos que avanzar”, concluyen. “Habrá gastos de mantenimiento, podremos invertir en otros proyectos… Aún no sabemos cuánto se reducirá la cuota”.

    3. Expropiar casas abandonadas

    La propuesta de Virginia Hernández, la joven alcaldesa de San Pelayo (Valladolid), es radical: si una casa está muerta de risa, el Ayuntamiento debe expropiarla. “Sería en última instancia. Pero la vivienda es un bien público. Igual que Fomento expropia para hacer carreteras porque se entiende que las usará toda la sociedad, es importante que la gente se quede en los pueblos, que custodie el territorio y que el Estado garantice que puede vivir”, explica. “No sé si serían expropiaciones dolorosas a nivel sentimental. Lo que es doloroso es saber que hay gente en el pueblo que quiere vivir y no tiene dónde porque hay quien no se hace cargo de sus propiedades”.

    Hernández ganó las elecciones en 2015 como representante de la candidatura ciudadana Toma La Palabra. Revalidó con mayoría absoluta en las de 2019. Y San Pelayo es un pueblo de 54 habitantes a media hora de Valladolid. “En esta zona, el problema más importante es la lucha contra la despoblación. Pero salvo una, todas las comarcas de la provincia de Valladolid están conectadas con la capital a menos de 45 kilómetros”, cuenta. “Desplazarte al centro de trabajo no es un problema. El problema es la vivienda”. Las ayudas a la compra o alquiler de vivienda rural que dan varias comunidades no son de su agrado. “No suelen valorar el criterio geográfico: consideran que todo lo rural es lo que no es urbano. Los municipios de un área metropolitana no son medio rural. Y las ayudas se quedan en esas áreas, no en los pueblos. Son parches”. 

    “Nos encontramos con gente que no puede ir a vivir al pueblo o que no se puede quedar. ¿Por qué? Porque está lleno de casas vacías a las que no podemos acceder. Son casas que pertenecen a muchos herederos a los que les cuesta ponerse de acuerdo para vender o alquilar. Y los impuestos son muy bajos, así que no les supone un gran gasto. Hay gente que no sabe ni que tiene esas casas. Otros lo saben, pero están tan deterioradas o necesitan tal cantidad de dinero para hacerlas habitables que se acaban dejando caer”.

    Expropiar es un proceso complejo. Una herramienta tradicional contemplada por la ley es la expropiación por ruina: cuando la vivienda pierde más del 50% de su valor y el propietario no hace nada por mantenerla, el ayuntamiento puede intervenir. El obstáculo que tienen los pequeños municipios es la falta de recursos. En San Pelayo, cuenta Hernández, quieren empezar por hacer su propio censo de viviendas vacías y por subir el Impuesto sobre Bienes Inmuebles progresivamente. Desde la Cátedra de Vivienda de la URV recuerdan que hacer un censo cuesta dinero (no se trata solo de identificar qué viviendas están vacías, sino por qué) y consideran que las medidas para movilizar la vivienda desocupada deben ser más incentivadoras que coercitivas.

    Hace unos años en el Ayuntamiento de San Pelayo probaron con una de esas medidas incentivadoras: sacaron suelo público a subasta con la idea de que alguien lo comprara y construyera, pero no tuvieron éxito. “A mí no me interesa el solar, lo que me interesa es que la casa no se llegue a caer. Que sea habitable”, concluye la alcaldesa. “No te imaginas la cantidad de gente que llama pidiendo casa y trabajo. Si nosotros tuviéramos una casita para ofrecer, en la comarca hay algunos puestos de trabajo. El objetivo de esta hipotética expropiación no sería construir, sino hacernos cargo de ellas y poder ofrecerlas”.

    4. Intermediar y conectar a propietarios con potenciales inquilinos

    “Todas las políticas de movilización de vivienda vacía se dedican a sitios donde la vivienda está tensionada”, reconoce el director de la Cátedra de Vivienda de la URV. Esto es: donde hay más demanda de gente buscando casa que oferta, como las ciudades. Los municipios pequeños, continúa, están llamados a movilizar su oferta. “Pero para ello tienen que tener los recursos necesarios y no es lo habitual. Por eso lo normal es llegar a acuerdos con propietarios a través de entidades y profesionales dedicados a ello”.

    “En zonas con más población, los agentes de la propiedad inmobiliaria son los que conocen mejor el mercado”, explica García. “En ayuntamientos pequeños es mejor recurrir a entidades del tercer sector sin ánimo de lucro. Lanzar una campaña publicitaria de masovería no da rendimiento. Pero si hablas con Cáritas y te dice: aquí hay cuatro familias que pueden aportar su trabajo a cambio de la renta, es otra cosa”. Un perfil típico en estos programas es el de trabajadores de la construcción que con la crisis se quedaron en paro y saben hacer reformas: solo necesitan los materiales, no contratar a un tercero.

    Abraza la Tierra, un proyecto con grupos de acción local formados por asociaciones que trabajan en la revitalización de comarcas rurales pertenecientes a cinco comunidades autónomas (Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León y Madrid), acompaña desde hace 15 años a familias que desean mudarse a un pueblo. Hasta ahora han asentado a 530 personas. “Hacen un estudio de las personas que quieren ir a un pueblo y sugieren opciones”, explica Hernández. “En ocasiones también los descartan, porque hay quien solo tiene una mala racha y realmente no quiere mudarse a un pueblo”.

    Otro proyecto similar es Proyecto Arraigo, en Soria, al que se han adherido varios ayuntamientos. También trabajan en pueblos de la sierra norte de Madrid, como Horcajuelo, Somosierra o Aoslos. “A nosotros nos llaman dos partes”, cuenta Enrique Martínez, su director. “Familias o personas que quieren vivir en el mundo rural porque pueden trabajar desde allí, porque están en paro durante temporadas largas, porque ya se han jubilado o porque desean emprender. Y nuestros clientes son los ayuntamientos, comunidades y diputaciones. Trabajamos para ellos con una base de datos de más de mil familias que han solicitado mudarse. Somos como un puente”.

    La base de datos de viviendas con la que trabajan es muy inferior a la de interesados: unas 50. Hasta la fecha han reubicado a 50 familias en Soria, tres en Segovia, cinco en Burgos y 12 en Madrid. La idea de Arraigo es entrevistar a los interesados antes de ofrecerles un pueblo en el que vivir. Como cuentan con pocos recursos para ello, priorizan a quienes “más se asemejan a lo que pide el pueblo: niños para el colegio, trabajadores, emprendedores…”. A partir de ahí, buscan la vivienda, el paso más complicado. “Hay que hablar con los propietarios. En la ciudad, el alquiler es un negocio. En el campo no. Hay muchas más casas deshabitadas que habitadas y los propietarios no se fían. Además es poco dinero y el inmueble está unido a su familia. Nuestra fórmula consiste en tiempo, confianza y asegurar al propietario que conoce bien a quien le va a alquilar”. 

  • El tiempo del lobo

    El tiempo del lobo

    Es verano, y las diez cabras que nutren de leche a la quesería Maín, ubicada en Sotres, en las alturas de los Picos de Europa, pastan en libertad por las vegas monte arriba. Los cabritillos corretean entre mastines de raza leonesa y caucásica, perros fuertes pero ligeros, ideales para vigilar a los animales que se adentran en los numerosos cantiles y desfiladeros que desmenuzan la roca de los Picos. El idílico encanto se romperá al día siguiente, cuando Abel Fernández, el pastor que cuida el rebaño, informe a Jessica López, la dueña de la quesería, de que un cabritillo nacido en primavera ha desaparecido, dejando un rastro de pelaje oscuro. El gesto lacónico de Jessica habla por sí solo mientras toma el móvil para realizar las gestiones pertinentes: la quesera recibe una indemnización de 102 euros por cada cabra que pierde a causa del lobo.

    Caperucita roja. Los tres cerditos. Pedro y el lobo. Niños raptados por salir solos de casa. El lobisome. Más allá de los cuentos y leyendas, hoy en día resulta difícil asustar con la mención de una especie cuya presencia en nuestro país se ha visto arrinconada al noroeste de la península, sobre todo en zonas con escasa presencia humana como los Picos de Europa. Pero si ya no es miedo, lo que sí sigue provocando el lobo es división, enfrentamiento y un feroz debate sobre cuál debe ser la manera de convivir con él. En pleno siglo XXI, el lobo sigue muy presente en nuestra psique colectiva.

    Historia de un país de lobos

    España lleva el lobo en su ADN. La palabra lobo está presente en más de 4.800 topónimos, muchos lo llevamos en nuestros nombres, pues es la raíz etimológica de apellidos como López u Ochoa, y en euskera da nombre al mes de febrero, Otsaila, el mes de los lobos. Aparte de en el lenguaje, su presencia está atestiguada por las numerosas trampas loberas aún existentes en el norte, como las de El Chorco de los lobos, o Caín de Valdeón (León): cercos de estacas con forma de embudo donde los lobos, empujados desde los bosques, eran atrapados y abatidos por los cazadores.

    Estas trampas pasaron a un segundo plano con la popularización de la pólvora a comienzos del siglo XX, iniciándose la aniquilación sistemática, a imitación de la que ya se había producido en los países más industrializados de Europa, de cualquier población lobuna. Una situación que agravó aún más la conocida como Ley de Alimañas franquista de 1953, que lo calificaba como “animal dañino” y bajo la que se estima que perecieron 2.000 lobos tan solo en sus primeros 5 años de aplicación. A mediados del siglo XX, la presencia del lobo en nuestro país se veía reducida a quince manadas en los montes de Zamora, Galicia, y la vertiente astur-leonesa de los Picos de Europa.

    El giro de guión que permitió al lobo ibérico esquivar la extinción se produjo en los años 70, cuando tan solo quedaban unos 200 ejemplares en todo el país. Félix Rodríguez de la Fuente y su serie El Hombre y la Tierra lo mostraron como un sofisticado animal social y no como una amenaza, logrando cambiar la percepción de gran parte de una sociedad cada vez más urbana y menos rural. Este cambio de conciencia, que iba en línea con el que se estaba produciendo a nivel internacional, se vio reflejado legislativamente con la inclusión de la especie en la Ley de Caza de 1970, por la que se regulaban los métodos de caza, las vedas y las sanciones. Desde comienzos del presente siglo, las Comunidades han ido desarrollando sus respectivos Planes de Gestión del Lobo, que permitían aplicar un control poblacional (es decir, cazar un número de individuos que no ponga en riesgo la supervivencia de la manada) en base a los censos de población y las notificaciones de ataques al ganado de cada región.

    Pero estos planes quedaron anulados en la práctica el 21 de septiembre pasado con la Orden TED/980/2021 del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. Esta incluye en el listado Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial (LESPRE) a todas las poblaciones de Canis lupus, no solo a las existentes al sur del Duero como ocurría hasta ahora. De esta manera, el lobo pierde su condición de especie cinegética y queda prohibida su caza en el conjunto del Estado.

    Un nuevo cuento

    La Orden Ministerial nace a partir de una petición administrativa reglada de la Asociación para la Conservación y Estudio del Lobo Ibérico (ASCEL), que solicitaba que se incluyese a todas las poblaciones del lobo en la categoría de “vulnerable” del Catálogo Español de Especies Amenazadas (donde gozaría de políticas de conservación proactivas) o, en su defecto, en el LESPRE. Esto último es lo que finalmente recomendó el Comité Científico de Flora y Fauna dependiente del Ministerio, y lo que aprobó la Comisión Estatal para el Patrimonio Natural y la Biodiversidad, en la que participan los directores generales de las comunidades autónomas, en una reñida votación en la que hubo 9 votos a favor y 8 en contra.

    Nada más conocerse el resultado de la votación, los gobiernos autonómicos de Asturias (gobernada por el PSOE), Cantabria (Partido Regionalista Cántabro), Castilla y León (PP y Ciudadanos) y Galicia (PP), regiones donde habita el 95% de la especie, dejaron a un lado sus diferencias políticas y rechazaron la medida, alegando la defensa del sector primario, y amenazan con acudir a los tribunales por lo que entienden que es una “invasión de competencias exclusivas que impide la gestión de la conservación y la población”. La diferencia de posiciones es tal que hasta dentro de un mismo Gobierno, como es el de Aragón, el presidente Javier Lambán (PSOE), desautorizó el voto positivo de la dirección general del Medio Natural de su comunidad, gestionada por Podemos. El propio Ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Luis Planas, declaró no estar de acuerdo con la medida. “Comparto la preocupación de los ganaderos y como ministro suyo, estoy a su lado”.

    Las cuatro comunidades del noroeste argumentan que el lobo está en recuperación y no es necesario protegerlo más. Según los censos efectuados por las regiones hasta el 2018, el número de sus manadas ha llegado a doblarse respecto a las registradas en la primera década del presente siglo. Por ejemplo, en Castilla y León, la comunidad que reúne a la mayor población, los 1.100 ejemplares censados en 1986 han crecido hasta los 1.600 registrados en 2013. Un crecimiento que los ganaderos relacionan directamente con una mayor incidencia de ataques al ganado: en Galicia, los avisos de ganaderos por ataques al ganado han pasado de 691 (2010) a 1.303 (2020), una tendencia ascendente común a las otras regiones.

    La guerra de los números

    Mario Sáenz de Buruaga, director científico del censo del lobo en Castilla y León, Cantabria, La Rioja y País Vasco, estimaba en una entrevista a La Gaceta de Salamanca un aumento de las manadas en torno a un 18% en los últimos 15 años, y opinaba que el lobo se encuentra muy lejos de estar en peligro de extinción: “Mal puede defenderse que la caza supone ahora una amenaza para los lobos cuando el incremento aludido donde más se observa es en Castilla y León, donde es especie cinegética al norte del Duero”.

    Pero estas cifras que manejan las comunidades del noroeste no cuentan con un respaldo único de la comunidad científica. Ángel Manuel Sánchez, profesor honorífico del departamento de Ciencias de la Vida de la Universidad de Alcalá de Henares y director del programa Voluntariado Nacional para el Censo del Lobo Ibérico, surgido en 2016 como alternativa a los recuentos oficiales, afirma que los datos de los últimos censos están “sobredimensionados”. “Los datos sobre la cantidad de lobos por manada, que nosotros valoramos entre 3 y 5 ejemplares, están basados en nuestras observaciones con cámaras de fototrampeo [y] son más cercanas a las establecidas por el censo del ICONA allá por 1988. Por eso no podemos estar más en desacuerdo con los 8-10 ejemplares que plantea el censo de Mario Saénz de Buruaga”. Un desajuste que de ser cierto reduciría a la mitad el número real de ejemplares frente al estimado por las administraciones.

    En términos similares se expresa Ignacio Martínez Fernández, presidente de ASCEL, la organización impulsora de la orden ministerial. En declaraciones a SALVAJE, critica que “los censos deben hacerse de poblaciones, bajo unos criterios rigurosos y empleando tiempo y dinero, y los dos únicos censos que se han realizado con esas condiciones en nuestro país están separados 26 años en el tiempo, y ambos dan el mismo número de grupos. ¿Eso es una mejoría? El lobo no ha mejorado, el lobo sigue estando igual de mal porque los Planes de Gestión impiden su desarrollo”. Martínez también cuestiona el ámbito regional de los censos que realizan las Comunidades, pues “no tiene sentido hacer un censo sobre una parte de la población, porque pueden estar contando varias veces las mismas manadas según entran y salen de sus límites administrativos. Ni siquiera un censo nacional es perfecto, ya que habría que hacerlo junto a Portugal, para medir todas las poblaciones de la Península”.

    Para Javier Talegón, biólogo que ha participado en diferentes proyectos de diagnósticos de las poblaciones del lobo, “si comparáramos con un puzle la situación demográfica de nuestros lobos entre 1988 y la actualidad, tendríamos las mismas piezas, pero movidas de posición. Es cierto que desde los últimos 20 años los lobos han colonizado de forma natural territorios de Ávila y Madrid, pero también han desaparecido en la Sierra de San Pedro, en Sierra Morena y se han rarificado o reducido en los últimos años en Burgos, Valladolid o son muy escasos en Salamanca. No debemos ni podemos pensar en aumento poblacional global”. Talegón también opina que “hay que valorar una cuestión que siempre se nos olvida para interpretar las tendencias de los lobos en Iberia, y es su presencia histórica: los lobos ocupaban toda la península a finales del siglo XIX y actualmente, se distribuyen en tan solo en unos de 150.000 km2.

    Sobre la extensión que ocupa el lobo también incide Ignacio Martínez de ASCEL. “A los Pirineos están llegando lobos italianos, y sin embargo no están llegando lobos del noroeste español. Esta realidad, la de que la población es tan pequeña que no puede expandirse, no se corresponde con lo que se pregona desde las Comunidades”. Por ello, para ASCEL la Orden Ministerial se queda corta y van a seguir trabajando para que el Canis lupus se incluya en el Catálogo Español de Especies Amenazadas y de esta manera su conservación sea objeto de medidas proactivas. “El lobo es nuestro superdepredador, nunca va a haber sobrepoblación. En un grupo solo reproduce una pareja, y el resto se inhibe. Ahora mismo su viabilidad está cuestionada por problemas de diversidad genética, y por eso necesitamos que se expanda”.

    Ponerle vallas al campo

    Marta García, propietaria de la Ganadería Val de Mazo y diputada por Ciudadanos en el Parlamento de Cantabria, tiene clara su vocación: “Es un oficio tan duro como satisfactorio”, nos dice, “pero cada vez que se ataca a nuestros animales se produce un atentado contra nuestra libertad de poder trabajar dignamente y libremente”. Tanto García en Soba como Abel Fernández y Jessica López en Sotres acaban sus jornadas sin saber qué encontrarán en el monte al día siguiente. Sus ganados pasan la noche protegidos por mastines y, en el caso de Abel, su propio cayado.

    Marta y Abel creen que los mastines, aunque efectivos, no son suficientes: “necesitaría diez perros para proteger eficazmente un solo rebaño. Y me cuesta lo mismo alimentar a diez mastines que asumir que, a lo largo del año, voy a perder cinco cabras por ataques de llobu”, reconoce, taciturno, Abel Fernández. A lo que Jessica añade “y entonces, el monte estaría lleno de perros, y los turistas no pasearían tan tranquilos”. Marta García resume su posición: “no queremos la extinción del lobo ibérico. Queremos garantizar la conservación de la especie a través de los Planes de Gestión: lobo sí, pero con una población controlada”.

    Las grandes agrupaciones agrarias sostienen una postura similar, y vinculan la posibilidad de matar lobos con la supervivencia de la ganadería y el propio medio rural. Según Joaquín Antonio Pino, el presidente de ASAJA en Ávila, “el ministerio vive en otra realidad. Si se quiere luchar contra la despoblación hay que defender al ganadero, así se está expulsando a la poca gente que queda en los pueblos”, declaró a El País.

    A pesar de todo, la postura de los ganaderos no es monolítica. Son varios los ganaderos y proyectos que apuestan por una adaptación del hombre al lobo, y no al revés, con la adopción de medidas preventivas como el uso de mastines, cercados y vallas o pastores eléctricos y cambios en el manejo. Según el proyecto Life COEX realizado entre 2004 y 2008, en el que se donaron 75 mastines, 30 vallas eléctricas y 15 cercados fijos en una zona recién recolonizada por el lobo en las provincias de Salamanca, Ávila y Segovia, la aplicación de estos métodos demostró reducciones en el número de cabezas muertas o heridas de un 61% en el caso de los mastines, un 99,9% para las vallas eléctricas y un 100% para los cercados fijos. Una década después, el 92% de los ganaderos se mostraron satisfechos o muy satisfechos con los métodos usados.

    Javier Arroyo, ganadero de 33 años que gestiona 50 vacas adultas, 20 terneros y 650 ovejas con la ayuda de cinco mastines en Cortos, en la provincia de Ávila, reconoce que el lobo “por supuesto es un problema para el ganado”, pero también tiene claro que “forma parte del entorno, ha llegado para quedarse y tenemos que vivir con él”. Javier hace uso de localizadores GPS, agrupa los partos en una misma época para que las madres defiendan a las crías juntas, y ha instalado pastores eléctricos en sus pastos. “Con el lobo, el pastor eléctrico no es muy efectivo porque se puede colar entre los cables, pero así evito que las vacas se desperdiguen, lo que implicaría un mayor peligro, y puedo gestionar los pastos”, aclara en una entrevista para El País. Este ingeniero agrícola cree que la despoblación del medio rural no se puede achacar a los ataques del lobo, porque es un fenómeno que “pasa en cualquier lugar, haya o no lobo”, y defiende que es una especie que “controla los ecosistemas”, porque al cazar jabalíes, cabras y ciervos enfermos corta la expansión de la brucelosis, la sarna o la tuberculosis, que se transmiten al ganado. “Y eso no lo hace la caza”.

    Para Ignacio Martínez de ASCEL, “la cuestión de fondo es que si alguien cuida del ganado no hay daños”, y cree que “es obligación del Gobierno de España proteger al lobo, y si con ello se pierden votos, habrá que explicar mejor las cosas”. Según Martínez, se trata de priorizar “lo público sobre lo privado. La protección de la biodiversidad es una prioridad constitucional, como viene reflejado en el artículo 45, cosa que no es la ganadería. Las ayudas de la PAC están condicionadas a la conservación de la biodiversidad, por lo que quien quiera cobrarlas no puede estar atentando contra estas directivas claves de la UE”.

    El valor de un lobo

    El director de conservación de WWF, Luis Suárez, calificó de “hecho histórico” la inclusión del lobo en el LESPRE, y espera que con ello “se ponga en valor todos los beneficios que esta especie aporta a los ecosistemas y a la sociedad para primar su conservación y apostar por medidas para la coexistencia». Estos servicios ecosistémicos a los que se refiere Suárez están recogidos en el documento Lo que el lobo nos da publicado por WWF. Como depredador de la cúspide de la cadena trófica, el lobo es un regulador de ecosistemas, y cuando desaparece se producen desequilibrios y las poblaciones de sus presas crecen descontroladas. Entre los servicios lobunos que el documento cita están la eliminación de otras especies que causan muertes y lesiones a humanos y ganado, como los perros asilvestrados; la fijación de CO2, limitando el número de herbívoros y permitiendo la recuperación forestal; el aumento de la diversidad de carroñeros que se aprovechan de los restos de sus presas; e incluso algunos beneficios directos para los agricultores, como el aumento de la producción agrícola mediante el control de las especies de herbívoros que dañan los cultivos o la ya citada prevención de la expansión de enfermedades para el ganado.

    WWF también defiende el potencial económico directo del lobo, por ejemplo para el turismo rural. Para Javier Talegón, que dirige el centro de ecoturismo y educación ambiental Llobu en la Sierra de la Culebra, los números no dan lugar a dudas. “De acuerdo a un estudio del Gobierno de España realizado en 2016 y publicado en 2017, el turismo asociado a la observación directa de esta especie en la Sierra de la Culebra generaba 1,8 millones de euros en la zona y movilizaba a unas 3.100 personas cada año. En el mismo territorio y hasta la prohibición de la caza de esta especie, el aprovechamiento cinegético anual de unos 10 lobos atraía a la zona a unos 10 cazadores que pernoctaban menos de cuatro días en la zona y que generaban, a lo alto y globalmente, menos de 50.000 euros al año. La desproporción era enorme”.

    La propia convivencia de ganadería y cánidos puede representar un activo de marketing. Rosa González y Alberto Fernández gestionan la explotación ovina Pastando con lobos, en Sanabria, Zamora, en una comarca lobera por excelencia. “Somos conscientes de que el lobo tiene que estar ahí. Obviamente, para nosotros sería más fácil y barato si no hubiera lobos, pero eso no es negociable, así que decidimos verlo desde el lado bueno y aprovecharlo al máximo”. Así que decidieron hacer de la necesidad virtud, y por eso certifican que sus corderos se han criado en un entorno respetuoso con el lobo gracias a las medidas preventivas que han adoptado, como guardar sus 1.000 ovejas cada noche o estar siempre junto al ganado cuando pastorea. Pastando con lobos cuenta con el respaldo de organizaciones como la propia WWF o GREFA, y creen que “con la ayuda de la Administración para afrontar las medidas de prevención, definitivamente el lobo puede ser un activo para nuestros negocios”.

    Sin embargo, quizás estas iniciativas pioneras no sean suficientes para cambiar la percepción de que el lobo tiene un impacto económico negativo en la sociedad y supone un clavo más en el ataúd del sector ganadero. La adopción de medidas preventivas suponen una inversión costosa, y el 55% de los usuarios del proyecto Life COEX anteriormente mencionado reclaman ayudas públicas para poder adoptarlas. A nivel de indemnizaciones, la Junta de Castilla y León abonó 4,6 millones de euros por daños a los ganaderos en el periodo 2015 a 2019, y la Xunta de Galicia 1,7 millones entre 2016 y 2019. A estos costes hay que añadir los beneficios por permisos de caza que se van a dejar de ingresar. Según el responsable zamorano de la Federación Española de Caza, José Antonio Prada, “cazar cada ejemplar de lobo cuesta unos 6.000 euros”, que multiplicada por varios ejemplares representa una cantidad muy importante para los pequeños ayuntamientos de estas comarcas despobladas.

    Buscando un consenso

    “Yo creo que existen muy pocos ganaderos que estén en contra de la existencia del lobo, pero en este conflicto los posicionamientos y discursos más extremos, los que no reconocen ni respetan a la otra parte, son los más dominantes en las redes y los medios, y hacen que cada vez sean mayores las diferencias”, opina Julio Majadas, de la Fundación Entretantos, responsable del proyecto Grupo Campo Grande, una iniciativa surgida en 2016 que trata de abordar el conflicto socioambiental. El ruido mediático, los intereses electoralistas y la naturaleza polemista de las redes sociales, entre otros factores, hacen que las diferentes posturas alrededor del lobo se encuentren cada vez más enconadas y enfrentadas, lo cual dificulta la búsqueda de soluciones. Tras un primer análisis sobre la percepción social del conflicto, que confirmó que el control de las poblaciones de lobos era uno de los debates que más diferencias genera, decidieron crear el Grupo y abordarlo desde una perspectiva de mediación social.

    A través de entrevistas con agentes representativos de los diferentes sectores, como ganaderos, conservacionistas, científicos o académicos, se trabajó acerca los diferentes discursos y tópicos utilizados en el debate, y se definieron los argumentos y las líneas rojas que bloquean los acuerdos. “A través de técnicas de mediación social investigamos si era posible acercar posturas, y de ese trabajo surge la Declaración del Grupo Campo Grande”, un documento de acuerdos sobre la situación del conflicto, sus causas y algunas propuestas para rebajarlo. “El Grupo ha sido un ejemplo clarísimo de personas que llegaban con ideas preconcebidas sobre los argumentos de la otra parte, y desde el diálogo han ido comprendiendo, empatizando y respetando otros posicionamientos”. Para Majadas, si se pretende llegar a acuerdos, deben existir espacios de cesión por parte de todos los sectores que posibiliten llegar a un escenario de futuro compartido.

    “Una de las conclusiones a las que se ha llegado en el Grupo es que las medidas preventivas son necesarias, pero también que no siempre son tan eficaces o viables. Por ejemplo, en Asturias, si nos encontramos en un sistema extensivo donde una vaca pasta bajo bosque y en montaña, ¿cómo puedes hacer prevención con mastines? Si estás en un sistema donde por la insolación de verano el ganado no puede pastar de día, ¿tiene sentido encerrar entonces al ganado por la noche?”. El biólogo cree que hay que buscar alternativas para la convivencia e innovar tecnológica y socialmente, pero sobre todo enfocarlo a que la convivencia de la ganadería y el lobo no recaiga sobre el ganadero y le suponga un sobreesfuerzo o tenga un mayor coste. “Si la ganadería extensiva aporta servicios ambientales, y queremos mejorar la convivencia, hay que apostar por otras líneas de trabajo ya que parece que ahora mismo no todas las soluciones de prevención funcionan siempre”.

    Otra de las conclusiones del equipo dinamizador del Grupo Campo Grande es la de la necesidad de una mayor transparencia y participación por parte de la Administración. “El que no haya información accesible y procesos más transparentes y participativos agrava el conflicto. Si se está haciendo un Plan de Gestión, es necesario abrirlo a la participación de las personas afectadas y mejorar los aspectos de gobernanza, e introducir en esta planificación a los usuarios del medio, ya sean ganaderos, conservacionistas o asociaciones rurales”.

    Mientras iniciativas como el Grupo Campo Grande intentan buscar el entendimiento entre los sectores enfrentados de un debate que la orden ministerial ha azuzado aún más, parece que el conflicto ya no se limita a la convivencia entre humanos y cánidos, sino que se ha extendido al seno de la propia especie humana. Y quizás no es algo que deba sorprendernos. Al fin y al cabo, ya lo decían los romanos, habitantes de una ciudad cuyo fundador fue amamantado por una loba: homo homini lupus. El hombre es un lobo para el hombre.